NO PODEMOS RENUNCIAR A LA CORRECCIÓN

Al escuchar la liturgia de la Palabra de este domingo me es inevitable recordar aquel pasaje del Génesis: “¿Acaso soy yo guardián de mi hermano?”. Asumir la responsabilidad de la vida de nuestros hermanos es una tarea cien por ciento evangélica. El problema es que no somos capaces de ser responsables con nosotros mismos y queremos emprender labores de corrección a los demás. Hay un equilibrio que debemos guardar en este tema de la corrección fraterna que a la luz de la Palabra podemos precisar. Cuando se habla de corrección no significa golpear, abusar, humillar. No debería entenderse así, aunque debemos reconocer que por mucho tiempo se creyó que iba de la mano corrección con algún castigo de tipo corporal. La corrección es la preocupación que tiene alguien que aprecia al otro y busca advertirle de los riesgos que puedan venir si toma una decisión equivocada. ¿Acaso no es necesario entonces corregir? Todos somos sujetos de corrección, porque nadie ha nacido sabiendo. Por tanto, esto es lo primero que debemos tomar conciencia. Cuando uno lo reconoce así, viene el segundo momento, la preocupación porque mi hermano también sea corregido. Ezequiel lo ha vinculado a la responsabilidad del profeta que está llamado justamente a advertir como centinela de Israel a quien esté pecando. La noción de culpabilidad comunitaria que se asociaba a creencias antiguas (maldiciones a las futuras generaciones por pecados del patriarca) ahora se ha individualizado y exige que cada cual asuma la responsabilidad de sus actos, pero cuando alguien cercano sabe que su hermano está exponiéndose a una situación de pecado tiene la imperiosa necesidad de advertirle convenientemente. Aquí entra la responsabilidad del hermano, que está llamado a cuidar a los suyos.

Pablo nos ayuda a entender acerca de la finalidad de la corrección: el amor. Cuando uno ama jamás hará daño al otro, y, por tanto, ninguna corrección que brote del afecto por el hermano puede ser perjudicial para él. Otra cosa es que el hermano a veces no lo reconoce así a primeras. A nadie nos gusta que nos llamen la atención y aunque sea para nuestro bien pensamos que el otro lo hace para fastidiarnos y hacernos pasar mal rato. ¡Cuántas amistades se han distanciado por no comprender esto! Pero al final, uno sabe que por amor necesita advertir a tiempo a su hermano de cometer una terrible equivocación.

Para la comunidad cristiana, según el evangelio que escucharemos en este domingo, existe un camino práctico para corregir a los hermanos y este se basa en dos cosas interesantes: el objetivo es “ganarte” a tu hermano y el proceso se basa en el respeto. No deberíamos tener otra motivación que “ganarnos” al hermano que puede estar expuesto no solo a pecar sino a dar un anti testimonio como miembro de la comunidad cristiana. Y por ello mismo, por el respeto que le tenemos debemos ir paso a paso, primero de forma individual hasta agotar todas las instancias, donde al final debe entrar a tallar la exigencia de la propia comunidad. Para el mundo antiguo el valor de lo comunitario primaba por lo individual y por ello cuando no se podía lograr el cambio de actitud no quedaba otra que considerarlo como un pagano o un publicano, es decir, se le apartaba de la comunidad para que se diera cuenta de que él mismo había contribuido a esa situación. Pero esto no era impedimento para que una vez arrepentido volviera a la comunidad. De allí la autoridad de la propia comunidad que queda muy bien subrayada con la metáfora del “atar y desatar” (como en el pasaje de la confesión de Pedro, Mt 16). Y todo se puede lograr con el poder de la oración, porque cuando dos o más invocan a Cristo, es porque hay una preocupación mayor que necesita ser atendida y, ¡qué más que la vida y la salvación de un hermano!

No dejes escapar esta oportunidad que te da Dios para meditar cómo vamos en este tema de la corrección. Ojalá no olvidemos que somos el rebaño de Dios y debemos dejarnos guiar por él y apoyarnos en nuestros hermanos y así no repitamos el penoso momento de la duda y la rebeldía que vivió Israel en su itinerario por el desierto que recoge el Salmo 94(95).

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