Queridos amigos

“Ver para creer”, fue la actitud del apóstol Tomás cuando sus compañeros le dijeron que Jesús había resucitado y se les había aparecido. El suceso lo trae el evangelio de Juan 20, 19-31, después de relatar lo que les pasó aquel mediodía del Día de la Resurrección, y que los llenó de felicidad.

La confesión de fe, que hace Tomás ante Jesús, es conmovedora y la venimos repitiendo todos los cristianos a la hora de la consagración, cuando el sacerdote levanta para su adoración la santa hostia y el cáliz con la sangre de Cristo. “Señor mío y Dios mío”, proclamamos en alta voz o en nuestro interior.  Tomás redimía así su falta, al mismo tiempo que se reafirmaba como apóstol de Jesús, listo para dar su vida por Él. (La dio muriendo mártir en la India). Gracias, Tomás, dirá S. Agustín, porque con tu incredulidad nos has hecho más fácil creer a nosotros. Y gracias, Tomás, decimos nosotros, porque por tu incredulidad hiciste que Jesús nos diera una nueva Bienaventuranza, que, pensamos, nos toca muy de cerca y de lleno: Bienaventurados los que creen sin haber visto…, como nosotros, pensamos en nuestro interior.

En el primer día de su resurrección, Jesús se apareció a muchos, en lugares y circunstancias muy diferentes. Le interesaba hacer ver que había resucitado, que seguía vivo, pero le interesaba aún más hacer ver que su misión y propuestas continuaban en pie, tan firmes como antes. Era el inicio de un plan de formación y acción especiales que habría de durar cuarenta días (Hech 1, 1-8), y que para los apóstoles empezó en su primera aparición. Con dos cosas importantísimas: Un Pentecostés anticipado y exclusivo para ellos y la institución del sacramento del perdón. Ambas cosas en un ambiente de paz: shalom, shalom, les repitió el Señor.

Reciban el Espíritu Santo, les dijo uniendo el gesto a las palabras, mientras soplaba sobre ellos. Y añadió: “a quienes ustedes perdonen les pecados, les quedan perdonados; a quienes no se los perdonen , les quedan retenidos” (Jn 20, 22-23). Les recomiendo aprender de memoria este texto y la cita, que da poder a los apóstoles y a sus sucesores (obispos y sacerdotes), de perdonar los pecados, y que fundamenta de un modo tan claro el sacramento del perdón. ¿Por qué he de confesarme ante un hombre?, dicen algunos. Pues sencillamente porque así lo ha dispuesto quien otorga el perdón. Ese Señor de la Divina Misericordia, cuya fiesta celebramos justamente hoy.

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