Queridos hermanos:

Todos los días, al encender el televisor o abrir el periódico, nos topamos con noticias que tienen que ver con corrupción, malas maneras de obtener dinero fácil, ajustes de cuentas por deudas impagables, fraudes financieros, inflación, desajustes económicos, etc. Todos estos casos tienen algo en común: siempre el “afán de tener más dinero” está en medio. Y aunque la mayoría de casos los solemos mirar desde lejos en las noticias, no hay que caer en el engaño de pensar que nosotros estamos libres de esa realidad de la “lógica del dinero”. Quizá el mayor problema del hombre de hoy, acrecentado por la corriente consumista, materialista y capitalista que se ha puesto de moda hace algunos años en todo el mundo, es la codicia.

Esta situación tiene algo de tragedia, porque el afán de dinero está llevando al ser humano por un camino nada prometedor. Cuando el hombre dirige su vida solo a la obtención de dinero, a los lujos y a la comodidad, a la vez está perdiendo algo más valioso que se contrapone tremendamente a los bienes materiales: su dimensión espiritual, sus valores morales, y en el peor de los casos, hasta al mismo Dios. Dios no puede tener cabida en un corazón que ya está ocupado por las riquezas, el poder y el placer. Y si tenemos en cuenta que el hombre ha sido creado para estar en comunión con Dios y vivir con Él eternamente, entonces el perder este destino debido a la codicia es algo realmente trágico.

Sobre esta tragedia trata el evangelio de este domingo. Dice san Lucas que un hombre le pidió a Jesús: “Maestro, dile a mi hermano que me dé mi parte de la herencia” (Lc 12,13). Esta petición debió preocupar y molestar a Jesús. Su respuesta (“¿Quién me ha nombrado juez o partidor de herencias?”; Lc 12,14) no nos debe sorprender, porque sabemos que a Jesús poco le importaban las cuestiones económicas o judiciales. Esos son asuntos civiles o terrenos y ya tienen quienes se encarguen de ellos. Su preocupación afloró porque se dio cuenta que detrás de las palabras de aquel hombre había una gran codicia, que esa codicia estaba eclipsando a Dios y arriesgando su destino a la vida eterna. Así lo hizo saber a todos los presentes: “Eviten con gran cuidado toda clase de codicia, porque aunque uno lo tenga todo, no son sus posesiones las que le dan vida” (Lc 12,15). Gran mensaje el de Jesús, que merece reflexionarse con cuidado.

La preocupación principal de Jesús fue la dimensión espiritual del ser humano. Muchas veces se topó con gente que había hecho del dinero y las riquezas sus propios dioses y nunca dudó en denunciar ese error. Para Jesús, existen dos maneras de andar por esta vida: dedicarse solo al gozo y a la comodidad en esta vida histórica que acaba con la muerte, o utilizar esta vida terrena para asegurar la vida eterna. En el caso de este evangelio, Jesús advierte que esa vida eterna no se consigue con las riquezas. El dinero puede dar una satisfacción momentánea mientras estemos vivos, pero todo lo que se haya acumulado no pasará de la tumba. Este es el mensaje de la parábola que nos narra san Lucas (Cf. Lc 12,16-20). Las cosas materiales pertenecen a la vida material. Si se quiere conseguir la vida eterna junto a Dios, hacen falta bienes espirituales: el amor, la solidaridad, la justicia, la verdad. Vivir estos valores durante nuestra vida es acumular una riqueza que no es material, sino que es “acumular para Dios” (Lc 12,21), o si se quiere, asegurarse el cielo.

Cuando observamos nuestra realidad y vemos que la codicia está tan metida en el ser humano debe brotar en nosotros la misma preocupación que mostró Jesús; más, sabiendo que tal vez nosotros también estamos arriesgando nuestra vida eterna. Solo tengamos en cuenta una cosa: no está mal

acumular riquezas, si esas riquezas nos pueden ayudar a vivir mejor el amor, la solidaridad, la justicia. Todos tenemos derecho a vivir cómodamente y para eso hace falta dinero. El problema es cuando uno vive solo para acumular, porque está dejando pasar una gran oportunidad de ganarse el cielo, ya que incluso el dinero, bien usado, bien administrado, ofrecido a los necesitados, puede convertirse en un gran medio para llegar a Dios.

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