El Señor, por medio de San Mateo, nos vuelve a presentar en el evangelio de hoy tres parábolas: el tesoro, la perla, y la red.

Las dos primeras parábolas ponen de manifiesto la alegría que siente quien encuentra alguna cosa de gran valor. En el mundo en que vivimos, sumergidos en dificultades y tensiones, necesitamos cultivar la actitud de la alegría. No es solamente la manifestación externa de la risa fácil que brota espontáneamente sino la paz interior y el humor maduro de analizar con serenidad las situaciones, sin sobredimensionarlas, y relativizando los sucesos diarios para vivir con tranquilidad de espíritu cultivando nuestro mundo interior. Consiste también en ofrecernos oportunidades de relajación, de sano esparcimiento, de compartir momentos con las personas que queremos para que la rutina no nos domine y superemos los vacíos del tedio y reemprendamos la vida con renovada ilusión.

Esta visión de la alegría nos orienta también hacia el encuentro con Dios. No hay mayor gozo que sentir la presencia del Espíritu en nuestro corazón. Dios es alegre. El descubrimiento de su presencia en nosotros es positivo, luminoso, radiante. Es un hallazgo que colma todas nuestras expectativas, un tesoro escondido en el campo de nuestras experiencias diarias. Por eso quien encuentra a Dios y su Reino es capaz de dejarlo todo, de subordinar las cosas ante la presencia descubierta del Dios que nos ama. ¿Con qué jerarquía de valores vivimos, ¿a qué damos verdadera importancia en la vida? Donde está tu tesoro, allí está también tu corazón (Mt. 6, 21).

Todos conocemos la importancia que el Papa Francisco le da a la alegría para rejuvenecer el espíritu y para mirar la vida con ojos de optimismo y esperanza.

El valor de la alegría tiene una larga historia en la tradición de la Iglesia. A propósito de esta actitud decía Santo Tomás Moro, ilustre consejero de Enrique VIII, rey inglés del siglo XVI:

“Señor, dame un poco de sol, un poco de trabajo y un poco de alegría. Dame el pan de cada día y un poco de mantequilla. Dame una buena digestión y algo que digerir.

Dame un alma que ignore el aburrimiento, los lamentos y los suspiros. Señor, dame humor para que saque un poco de felicidad de esta vida y así ayude a los demás. Dame una pequeña canción para mis labios y una poesía o una novela para distraerme.

Enséñame a comprender los sufrimientos sin ver en ellos una maldición. Dame sentido común que lo necesito mucho…”.

También el Papa Francisco ha reflexionado profundamente sobre esta actitud y nos indica que para sentirse bien no hay que perder el sentido de la “serena alegría” aun en las circunstancias adversas de la vida y el apostolado será más creíble y eficaz cuando nos sentimos poseídos por Cristo y lo irradiamos a los demás.

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