“LA PAZ LES DEJÓ, MI PAZ LES DOY”

El testimonio de Lucas en Hechos de los apóstoles sobre la asamblea de Jerusalén evidencia la importancia de esta reunión entre los líderes de la comunidad judeocristiana de Jerusalén y de la comunidad mixta de Antioquía (judeohelenistas y paganos convertidos) acerca de las exigencias que debían asumir los paganos al aceptar la fe en Cristo Jesús, y una de ellas era asumir el judaísmo antes. Por otro lado, este mismo acontecimiento es descrito de modo mucho más personal por Pablo en la carta a los Gálatas. Obviamente, el dato de Pablo resultaría ser el más cercano a la realidad, mientras que la propuesta de Lucas, escrito más de 30 años después, haya sido armonizar los sucesos, habida cuenta de que la comunidad en este tiempo posterior ya contaba con mucha más presencia de paganos que judíos cristianos. La situación que se vivió fue muy tensa, puesto que aquella comunidad de Antioquía que aprendió a convivir a pesar de estas diferencias sintió la dura crítica de los partidarios de la circuncisión que no veían bien que los paganos no fueran parte de la herencia del pueblo de Israel. Pablo defenderá ardorosamente el valor de la fe en Cristo por encima de todo, y probablemente los acuerdos tomados llevaron tiempo en ser asumidos. Lo cierto es que, Pablo terminó confundido por la exigencia de los miembros de la comunidad de Jerusalén, que al final decidieron intervenir directamente en Antioquía, obligando a Pablo a iniciar su misión independiente hacia Grecia y Roma. De algo que empezó de modo muy incierto y problemático, terminó siendo providencial puesto que, gracias a esta misión, el cristianismo se extendió por occidente. Así obra el Espíritu Santo. Continuamos en la segunda lectura con la visión final del Apocalipsis de la nueva Jerusalén que se ha anunciado como bajada del cielo. Esta salvación es un don de Dios a quienes supieron esperar con paciencia y fortaleza. Los signos siguen llevándonos a releer la historia salvífica: doce puertas y doce basamentos de las murallas. En ambos casos, las doce tribus y los doce apóstoles del Cordero manifiestan la única historia llevada adelante ante el único soberano: el Señor. Por esta razón, ya no hay necesidad de templo alguno; pues la relación con Dios es directa y diáfana; él irradia su presencia acompañada de la lámpara que es el Cordero. Todo esto para demostrar con certeza que la esperanza en su salvación no es en vano. Retomamos en el evangelio el largo discurso de Jesús en la última cena propuesto por el evangelista Juan. Jesús a anunció su partida, pero pide a sus discípulos que guarden sus mandamientos como expresión del amor que le tienen y entonces experimentarán una nueva presencia: la de Dios todo en cada corazón. Aun con todo, Jesús promete enviarles al Defensor, el Espíritu Santo, que les guiará y enseñará lo que Cristo ha obrado para que puedan permanecer unido a él. La verdadera paz es la que viene de Dios y no la que ofrece el mundo. Solo quien descansa en el amor de Dios puede sintonizar con este nuevo modo de presencia divina. La vida cristiana en medio de tantas situaciones por las que se vive puede ser un soporte para tantos que no experimentan la paz interior y se dejan vencer por la desesperación. La ayuda del Espíritu Santo para discernir cómo proceder en la misión es fundamental. Pero, sin duda, el mayor testimonio de su presencia, es la afirmación de la paz interior que nos invita a testimoniar de modo cotidiano nuestra fe con las buenas obras. La esperanza en la vida eterna, no es solo esperar a que se dé sin más, sino más bien es confiar que su soberanía en el presente de la historia está por encima de toda potestad terrenal condenada a acabar con la muerte. Por eso unámonos al salmista con voz firme: “Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben”.

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