Esta fiesta solemne que celebramos junto con toda la Iglesia es para reafirmar la presencia real y sacramental de Nuestro Señor Jesucristo presente con su cuerpo y su sangre en las especies del pan y el vino que, presentados a nuestro Buen Padre Dios, en el sacrificio incruento del altar y le rogamos, por boca de quien preside la celebración eucarística, transforme por la fuerza de su santo Espíritu.
Esta presencia sacramental, del cuerpo y la sangre de Nuestro Señor Jesucristo nace de la lectura y meditación del evangelio de esta solemnidad, donde el Señor Jesús es presentado hablando a los judíos de su tiempo y les hace saber que Él es el pan bajado del cielo, pan que es su carne, léase comida, para dar la vida del mundo.
Por eso comer su carne y beber su sangre es tener vida en nosotros, vida eterna, que nos permitirá resucitar en el último día, al final de nuestro paso por este mundo cuando saldremos al encuentro de Dios, cuando se acabe nuestro tiempo en este mundo y entremos en la realidad de Dios que es sin tiempo, más bien eternidad.

¿Pero es suficiente comer y beber el cuerpo y la sangre del Señor? Y como quien paga su ticket ya tiene vida eterna, para responder a esta interrogante es bueno recordar las palabras del apóstol que advierte “…por eso quien coma el pan o beba cáliz del Señor indignamente peca contra el cuerpo y la sangre del Señor. Examínese, pues cada uno a si mismo antes de comer el pan y beber el cáliz, porque quien come y bebe sin discernir el cuerpo, come su propio castigo…” entonces podemos sacar como consecuencia que para comer el pan y beber el cáliz hay que discernir primero.

Si bien es cierto que esta fiesta solemne nos lleva a contemplar la presencia real sacramental del señor que se hace, también para nosotros, comida y bebida no debemos descuidar aquella otra presencia real de nuestro Señor Jesucristo en la humanidad de cada uno de los que nos rodean, sino recordemos lo que se lee en el evangelio según San Mateo “…Les aseguro que cuando lo hicieron con uno de estos mis hermanos más pequeños conmigo lo hicieron…”.

Tal vez sea tiempo de crear una fiesta solemne para esta presencia real del Señor a quienes llama “el más pequeño de mis hermanos, y esta fiesta sirva para recordarnos que el Hijo de Dios se hizo hombre como nosotros para salvarnos.

Nadie duda de la presencia real sacramental del Señor en las especies del pan y el vino que por las palabras de la consagración pronunciadas por el que preside la celebración eucarística estos dejan de ser pan y vino para ser para todos alimento y bebida que dan vida eterna, cuerpo y sangre de Nuestro señor Jesucristo.

HERMANOS, HERMANAS, COMAMOS Y BEBAMOS EL CUERPO Y SANGRE DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO, SIGUIENDO LA RECOMENDACIÓN DEL APÓSTOL, PARA HACERLO DIGNAMENTE Y NOS APROVECHE PARA NUESTRA SALVACIÓN.

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