Queridos hermanos:

En el domingo más cercano a la Navidad, la Iglesia en su liturgia nos invita a contemplar a dos personajes que son centrales en la historia de la salvación, esa historia que está a punto de llegar a uno de sus momentos más trascendentales. Me refiero a José y a María. Es cierto que el centro de la atención en la Navidad es el niño Jesús, y así debe ser, pero no debemos pasar por alto el papel de estos dos co-protagonistas de la historia porque, de alguna manera, sin ellos, el Niño Dios hubiese parecido menos niño.

La lectura del evangelio de este cuarto domingo de adviento nos presenta la fe de aquel varón a quien Dios le encargó la misión de ser el custodio sus dos más grandes tesoros: su Hijo y su Madre. El evangelio califica a José como “varón justo”. Es el mejor apelativo que se le puede dar a José. En el lenguaje bíblico, ser justo significa que una persona es buena porque ha asumido los criterios de Dios y lleva una vida según esos criterios. Cuando se dice de José que era “justo”, en realidad se nos está diciendo que era una persona buena, noble y que actuaba según su fe en Dios. Y estas características de José las notamos en algunos detalles: no quiso hacerle daño a María por eso pensó en dejarla en secreto, confió en lo que le dijo el ángel y, al final, se quedó con ella y fue el que a la larga le puso el nombre a Hijo de Dios. Hay que suponer que sin la protección de José, María y el niño hubiesen estado desprotegidos ante circunstancias que les iban a amenazar días después. José se convirtió en el baluarte de la familia, en el protector, y quizá también en el que le enseñó a Jesús sus primeras oraciones, el amor a Dios y el valor del trabajo, tal como lo hacían los papás en las familias judías.

Al lado de José estuvo María. Ella también tuvo un papel importantísimo en el plan salvador de Dios. Cuando Dios escogió a María para ser la madre de su Hijo, probablemente lo hizo pensado en la calidad humana de esta mujer, pero también en su enorme fe. María era una joven totalmente entregada a la voluntad de Dios, y esto lo sabemos por la respuesta que le dio al ángel cuando le propuso ser la madre del Hijo de Dios: “Soy la esclava del Señor, que se haga en mí su palabra”. No hay mayor proclamación de fe que esta. Aun cuando el amor a Dios no le quitó el miedo en lo que se le venía, aun cuando no entendía lo que se le proponía, se fio de Dios y dijo “sí”. Fue una respuesta confiada, no razonable. Y gracias a la respuesta afirmativa de María, todo el plan de Dios se pudo realizar. Además, hay que suponer que María fue una excelente madre y, luego, excelente discípula. Quizá de ella aprendió Jesús los valores de la humildad y del servicio, de los que hizo gala María y que luego Jesús tanto predicó y recomendó. Y por qué no pensar que el amor a los pobres que mostró Jesús lo heredó de su madre. María, pues, no solo fue la puerta de entrada de Jesús al mundo, sino de quien asimiló lo que después serían las líneas maestras de su vida.

Queridos hermanos, durante la medianoche del 24 nuestros ojos se dirigirán al Niño Jesús, y le vamos a rezar y le vamos a cantar. Él es el protagonista de la noche, y de nuestras vidas. Pero les sugiero que después de adorar al Niño levantemos un poquito los ojos y miremos a los que están a su lado, a ese gran varón y a esa gran mujer, y también les cantemos y también les recemos. Quizá sin ellos la historia hubiese sido distinta, no tan bonita, no tan mágica, no tan familiar, y no tan llena de fe. ¡Feliz Navidad, con todo mi corazón!

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