No podemos huir de Dios

¿Sabes Jesús? Cuántas veces nos haces la invitación de cambiar nuestras vidas y no te hacemos caso, perdónanos Señor; cuántas veces nos pides que dejemos de lado las actividades de las tinieblas para llenarnos de las armas de la luz para conducirnos como en pleno día con dignidad, y una vez más buscamos excusas para no hacerlo, perdónanos Señor; pensamos, Señor, que no necesitamos de cambio alguno, pensamos que por ser de Iglesia no necesitamos cambiar, perdónanos Señor. Por favor queremos darte el permiso para que, con tu gracia nos transformes en hombres y mujeres nuevos y renovados. Lo necesitamos Señor.

Nos recordamos que en el miércoles de la ceniza, al imponernos la ceniza se nos decía: “Conviértete y cree en el evangelio”. Qué gran tarea para ti, para mí y para todos el de convertirnos de verdad. La conversión es la característica de este tiempo de cuaresma. El domingo pasado, hemos experimentado cómo Dios nos invitaba a estar con Él, a experimentar su gloria, su vida misma, él mismo quiere que nuestra vida tenga siempre un nuevo sentido (en la transfiguración: decíamos que Dios nos invitaba a transparentar su amor, a dejarnos tocar por Él, por su gracia).

La experiencia que tiene Moisés en el monte Horeb es especial. Hay un llamado que Dios le hace. Moisés descubre a Dios en un acontecimiento: la zarza ardiendo (Ex.3,1-8.10.13-15). Y Dios le sale al encuentro por medio de la palabra que le llama por su nombre: “Moisés, Moisés”. La conversión siempre parte de una iniciativa divina, como nos dirá el nuevo catecismo: “Al revelarse a sí mismo, Dios quiere hacer que los hombres capaces de responderle, de conocerle y de amarle más allá de lo que ellos serían capaces por sus propias fuerzas” (Nvo.Catec.52). Dios sale a nuestro encuentro y quiere provocar una respuesta, ¿cuál es nuestra respuesta ante el paso amoroso de Dios por nuestra vida?. La respuesta de Moisés fue: “Aquí estoy”

Con los pies descalzos y la cara tapada, espera en silencio. Se deja encontrar con Dios. La conversión es: descalzar nuestra vida de pecado (de egoísmo, de indiferencia, de escándalo, de falta de fe, amor y esperanza, etc) y es acercarnos a Dios sin temor, confiados en que Él siempre va a estar con nosotros. Moisés escucha el mandato de Dios: de liberar a su pueblo de la esclavitud y de guiarlo a la tierra prometida. La conversión tiene un matiz misionero: volviendo nuestra vida a Dios, presentar a este Dios misericordioso y compasivo (según el salmo de hoy) a todo hombre y mujer que vive al margen de él y que está sediento de su amor. Dios le confía esa noble tarea a su pueblo, porque es sensible al clamor de los que sufren, de los que padecen opresión y desea llevarlos a una tierra en la que puedan forjar una sociedad justa y fraterna.

La parábola de la higuera, referida a Israel, ilustra las oportunidades que Dios concede para la conversión. Conversión, para Jesús según nos cuenta Lucas, es DAR FRUTO, y lo dirá también en San Juan 15,5: “El que permanece unido a mí, como yo estoy unido a él, produce mucho fruto”. ¿Cuántas veces Dios nos ha invitado a dar fruto y no lo hemos dado?, ¿cuántas veces Dios ha pasado por aquí y lo sigue haciendo ahora y sin embargo no somos capaces de dar el fruto que él nos pide?, como comunidad de Fe ¿hemos dado fruto abundante?. Esta es una parábola que a todos nos interpela: a ti, a mí, a todos, incluso a los no católicos, creyentes y no creyentes, etc.

San Pablo, al dirigir su carta a los Corintios, nos interpela también para vivir bien la Cuaresma como el tiempo para convertirnos y creer en el Evangelio (1Cor.10,1-6.10-12), en Jesús que cambia y transforma nuestra vida. Les cuenta a su comunidad que no todos los que pasaron el mar rojo agradaron a Dios, fueron infieles a la Alianza, se dejaron llevar por las tentaciones de los pueblos vecinos, se buscaron otros dioses… No basta con pertenecer al pueblo de Dios, con venir siempre a misa o a tal o cual grupo o movimiento en la Iglesia, no basta con ser bautizados, sino que esa FE EN JESUS se debe notar en obras de amor a Dios y a los demás (Stgo.2,14-18), sino esa fe está muerta como advierte Santiago.

¿Qué clase de árbol soy?, ¿de los que dan espinas?, ¿de los que dan fruto seco y lleno de miserias?… ¿De qué me quiero convertir hoy?: ¿de mi sequedad espiritual?, ¿de mis escándalos?, ¿de las injusticias que cometo a diario en mi casa, en mi barrio, en mi empresa?, ¿del trato poco noble que tengo con los que me rodean?, ¿de los chismes y calumnias que son como mi pan de cada día?, ¿de las infidelidades que tengo de palabra y de obra?, ¿de qué me quiero convertir?, ¿del aparentar que soy “buenito”?, ¿del hacer creer a los demás que soy todo bondad y que por dentro soy otra cosa? Siempre estamos a tiempo para renovarnos en el Señor. Conversión, como sabemos es cambio de vida, de manera de ser, de pensar, de actuar. Pero, ¿cuál es el peligro de esta exigencia?: que todo el tiempo se nos exhorte por parte de Dios y de la Iglesia o de algún hombre y mujer de buena voluntad a un cambio y al final nada (la indiferencia es el 1er peligro que hay que evitar); el 2do peligro es decir “yo soy así y a mí nadie me va a cambiar” o “así nací y así moriré”. Cuaresma en un tiempo para volver nuestra vida a Dios, y como dice Pablo “no ambicionar lo malo” como aquellos que sí lo hacen, es tiempo para estar con Jesús, dejar que su GRACIA REEDENTORA nos cambie cada día, dejarnos sorprender por las manifestaciones de Dios – por su vida misma, imitarle en el hablar y en el actuar, es confiar siempre en Él. No podemos huir del amor de Dios que nos cambia de verdad.

Con mi bendición.

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