La Transfiguración del Señor, que hoy celebramos (Lc 9, 28-36), es una fiesta de luz y gloria, que nos afecta positivamente a todos. Para Jesús es su epifanía o manifestación más contundente de quién es Él, pues se unen para decirlo, Dios, la historia y la naturaleza. Dios, que lo proclama su Hijo amado y que nos manda escucharlo (=seguirle); la historia de Israel, representada por sus dos más preclaros exponentes Moisés y Elías, que se honran conversando con Él; y la naturaleza, que suspende sus leyes, para hacer que el rostro de Jesús y sus vestidos brillen como el sol. Su Transfiguración es además un anticipo de su resurrección. Jesús acepta la muerte y morirá, pero al tercer día su cuerpo resucitará glorioso, como se le ve ahora.

En relación con los apóstoles, la Transfiguración del Señor fue la motivación más fuerte que les dio para permanecer junto a Él, venga lo que venga después. Vinieron su pasión y muerte, y pareció que todo había terminado, pero no, la experiencia vivida en el Tabor, los reanimó y llenó de esperanza. Ellos saben muy bien quién de verdad es Jesús. Como repetirá S. Pablo en los momentos difíciles, ¡ yo sé en quién he puesto la confianza…! (2 Tim 1,12). Esto vale también para nosotros: debe consolarnos saber que al otro lado del túnel hay luz y esperanza. La luz del triunfo de Cristo. Crean en mí, nos dice (Jn 14,1). Yo he vencido al mundo (Jn 16,33)

Ciertamente la Transfiguración del Señor nos da motivos para creer y esperar. Para iluminar y dar sentido a nuestras vidas, que es lo que hoy más necesitamos. Pero sobre todo nos lleva a encontrarnos con nuestro bautismo, que es en cada cristiano como su transfiguración personal. Una transfiguración -la tuya y la mía- que encierra todos los elementos de la Transfiguración del Señor y que debe ser para los demás gozo y esperanza, como la de Jesús. En el bautismo, el ser humano no sólo se trasfigura (tornándose luz y gracia en su interior), sino, lo que es mucho más, cambia de condición, pasando de ser criatura a ser hijo de Dios.

Mira cómo en tu bautismo, no sólo Moisés y Elías, sino María y todos los santos, te acompañaron, pues los invocamos para que te ayuden a crecer como cristiano. Mira cómo, luego, a la hora del bautismo, el Padre Dios te hizo su hijo y te mostró como tal, Jesucristo te hizo su hermano menor, y el Espíritu Santo como su templo vivo desde donde actuar. Y mira cómo, por la acción del agua y del Espíritu Santo, pasaste de la mancha y oscuridad del pecado original a la luz de la gracia de Dios. Y te dijeron: has sido revestido de Cristo… Son las mismas cosas que sucedieron en la Transfiguración del Señor. ¡Reconoce cristiano tu dignidad! ¡Vive, goza e irradia tu propia transfiguración, desde la fe en Cristo y el amor del Espíritu!

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