Hermanos:

¿Quién no ha sentido sed alguna vez en su vida? Me refiero a una sed extrema, de esas situaciones en las que parece que vamos a caer rendidos por falta de agua. Supongo que todos hemos tenido sed en algún momento, al menos en distintos grados, y todos hemos experimentado esa angustia de desear algo líquido y no conseguirlo cerca. Sin embargo, hay algo peor que esa sensación. Hoy en el mundo existe una sed que es más angustiante que la del agua: es la sed de felicidad, de sentido de la vida, de trascendencia, de valores, de Dios. Cada vez son más las personas que andan por el mundo buscando la felicidad sin encontrarla, y lo más trágico de esto es que el mundo no está en condiciones de apagar esa sed, porque pareciera que el mismo mundo camina hacia el sinsentido al alejarse cada vez de Dios y descartar los valores religiosos. Felizmente, dentro de esta realidad podemos encontrar una fuente que tiene aquello que puede apagar la sed de sentido y felicidad del ser humano, una fuente que tiene la ventaja de ser inagotable, que no necesita de recibos para repartir su contenido, que no necesita de cañerías para llegar a todo el mundo. De esa fuente nos habla la lectura del evangelio de este domingo.

Los protagonistas del evangelio del tercer domingo de cuaresma son dos: Jesús y una mujer calificada como “la samaritana”. Ella representa a todas aquellas personas que buscan saciar su sed de sentido, y Jesús a aquella fuente que puede saciar esa sed. Según lo que nos cuenta san Juan, Jesús llega a un pozo y allí se encuentra con la samaritana que iba a buscar agua (Cf. Jn 4,5-7). Ese era el trajín diario de la mujer, ir a buscar agua para calmar su sed. Jesús, solo con verla, se da cuenta que lo que en verdad busca la mujer no es agua, porque su sed no es material. Esa mujer, en el fondo, buscaba algo que le dé sentido a su vida, buscaba la verdadera felicidad, pero la andaba buscando por lugares y caminos equivocados, es por eso que a esas alturas ya llevaba seis maridos, porque creía que con ellos podría ser verdaderamente feliz (Cf. Jn 4,18). Esta mujer es imagen de todas aquellas personas que buscan y no encuentran la felicidad. La desesperación por no ser felices muchas veces nos puede llevar a optar por situaciones ilegales, como en el caso de esta mujer que llegó a estar con un hombre que no era su marido, o como tantas otras personas que se refugian en drogas, alcohol, sexo, creyendo encontrar allí la felicidad. La verdadera felicidad, lo que puede darle sentido a la vida, no puede hallarse en algo material y efímero. Todos los que buscamos la felicidad debemos dirigir la mirada hacia otro lado. Eso fue, precisamente, lo que intentó hacer Jesús con la samaritana.

Cuando la mujer se acerca al pozo, Jesús le pide agua, y ante la sorpresa de la mujer, Jesús responde: “Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: “Dame de beber”, tú le habrías pedido a él, y él te habría dado agua viva.” (Jn 4,10). Esta respuesta, que llevaba más contenido de lo que aparentaba, no fue comprendida por la mujer. Estaba tan angustiada en su búsqueda de agua material, que no se dio cuenta que Jesús le estaba ofreciendo más que simple agua. Por eso, Jesús añade: “Todo el que beba de esta agua (la del pozo), volverá a tener sed; pero, el que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que brota para vida eterna.” (Jn 4,13-14). La mujer poco a poco empezó a intuir que el hombre que tenía al frente era especial y que no le estaba hablando del agua del pozo, sino que le estaba ofreciendo un agua distinta, un manantial que no sacia la sed material sino la sed del espíritu, precisamente aquella sed que torturaba su vida. Por eso la mujer, usando el mismo lenguaje que Jesús, y entendiendo de qué se trataba la conversación, respondió ilusionada: “Señor, dame de esa agua, para que no tenga más sed.” (Jn 4,15). Y la mujer bebió y sació su sed. Jesús hizo que saliera de ese círculo vicioso de infelicidades y maridos que no eran suyos. Y lo hizo no dándole agua material, sino un agua que salta a la vida eterna, es decir, su propia persona: “Le dice la mujer: “Sé que va a venir el Mesías, el llamado Cristo. Cuando venga, nos lo explicará todo.” Jesús le dice: “Yo soy, el que te está hablando.” (Jn 4,25-26) Aquella mujer conoció a Jesús y acabó su sed, fue al pozo por agua y regresó con vida eterna.

Igual que a esa mujer, la sed también nos agobia. Las felicidades momentáneas que nos dan las cosas materiales tienen el mismo efecto en nosotros que el agua del pozo para la mujer samaritana: se acaba pronto y tendremos que ir siempre por más. Esa constante búsqueda solo demuestra que nuestra sed es de otra cosa. ¿Dónde podremos saciar nuestra sed? La lectura del evangelio de este domingo nos responde: en el mismo lugar donde la samaritana sació la suya: en Jesús.

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