Jesús compara con mucha frecuencia la vida del hombre, sus relaciones con Dios y con los demás como un gran banquete donde se nos invita para dialogar y compartir experiencias que acumulamos en la vida.

Hoy el Señor aprovecha la oportunidad del banquete para referirse a una actitud fundamental en la dimensión espiritual de todo hombre: la humildad. Implica dependencia de Dios, sentirnos instrumentos de la bondad y de la generosidad de Dios. La humildad, la sencillez, la disponibilidad, el desprendimiento son virtudes muy queridas por Dios y muy gratas a los ojos de los hombres. El humilde se sabe solidario y abierto a los demás, mientras que el soberbio y el orgulloso, el que aspira a los primeros puestos sin ningún mérito por su parte y sin importarle los medios, no tiene en cuenta a los demás salvo para aprovecharlos para su propio interés personal.

El humilde es capaz de comprender y compartir los problemas del prójimo y adopta una actitud de servicio para con todos. El soberbio se despreocupa de los demás y sólo le interesa lo que le favorezca a él aunque perjudique a los demás.

Ante Dios tenemos que vivir con actitud de humildad y agradecimiento. Todo lo hemos recibido de él. Todo lo que somos y tenemos es don de Dios aunque nuestra voluntad y esfuerzo personal también tiene su importancia. La humildad no consiste en practicar una modestia engañosa sino en aceptarse cada uno como es con sus limitaciones y sus fuerzas, en equilibrio interior.

La práctica de la humildad choca con el talante de la vida moderna. El hombre de hoy aspira a los primeros puestos, a que se le reconozca y valore con creces lo que hace y tiene, al mérito personal, al prestigio, a la fama, a sobresalir por encima de los demás. Todo esto desemboca en ansiedad, frustración, angustia. La ascesis permanente de la humildad desde esta óptica no solamente allana nuestro camino espiritual de cercanía a Jesús sino que puede resultar un bálsamo para adquirir nuestro propio equilibrio interior, la serenidad y la paz a la que tanto aspiramos. Dejémonos seducir por el mensaje sabio del Señor “Entre vosotros quien quiera ser el primero, que se haga el último y el servidor de todos” (Mc. 10, 43).

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