Queridos hermanos:

¿Recuerdan el mensaje del evangelio del domingo pasado? ¿Recuerdan que Jesús nos invitaba a no aferrarnos a las cosas materiales porque corremos el riesgo de perder una riqueza más importante como el cielo? Pues el evangelio de este domingo sigue la misma línea temática. Cuando el evangelio de hoy nos dice: “Vendan todo lo que tienen y repártanlo en limosnas” y “háganse junto a Dios bolsas que no se rompen de viejas y reservas que no se acaban” (Lc 12,33), nos está invitando, nuevamente, a asegurar nuestra vida eterna en vez de dedicarnos excesivamente a la terrena. Cuando el corazón del hombre está invadido por las cosas materiales, Dios ya no tiene sitio. En cambio, si nuestro corazón se abre hacia Dios, Él se convierte en nuestra principal riqueza: “Donde está tu tesoro, allí estará también tu corazón” (Lc 12,34).

Sin embargo, Jesús sabía que si bien el ser humano muchas veces quiere dirigir su vida hacia Dios, muchas veces la termina dirigiendo hacia realidades muy poco provechosas. De alguna manera, Jesús entendía la poca constancia con la que actúa el ser humano, sobre todo en cuestiones espirituales. De hecho, no es difícil darse cuenta que normalmente el hombre comienza una empresa con mucho ánimo, pero que con la misma facilidad se aburre de ella y la deja. A Jesús le preocupaba esta realidad humana, sobre todo si esa inconstancia y dejadez se referían a la vida espiritual. Ciertamente, sus seguidores podían entusiasmarse muy rápido con lo que Jesús les pedía: podían dejar bienes, familia, trabajo, etc., todo por seguirlo a Él. El asunto era asegurar que ese entusiasmo continuara durante toda la vida.

Es por todo esto que Jesús invita ahora a sus discípulos a ser vigilantes, a que en las cuestiones espirituales tengan la actitud de aquellos servidores que están siempre con la ropa puesta y las lámparas encendidas esperando a que llegue su patrón para abrirle la puerta de la casa apenas toque (Cf. Lc 12,36). La vida espiritual, o sea, la decisión de dirigir nuestro corazón hacia Dios, con todo lo que eso tiene de exigencia, es algo tan delicado (la vida en el cielo está en juego) que el cristiano nunca debe permitirse la mínima distracción. Muchas veces, dice Jesús, podemos actuar como aquel administrador al que se le encarga una tarea de confianza y piensa: “Mi patrón llegará tarde. Entonces empieza a maltratar a los sirvientes y sirvientas, a comer, a beber y a emborracharse”. Si esto hacemos con nuestra vida espiritual, nos pasará lo que continúa diciendo Jesús: “Llegará su patrón el día en que menos lo espera, le quitará su cargo y lo mandará donde aquellos de los que no se puede fiar” (Lc 12, 45-46). Por otro lado, si nuestra vigilancia es constante, si nos percatamos de cualquier relajo espiritual y lo corregimos, si estamos siempre atentos a las veces en que nuestro corazón se desvía, mereceremos el mismo premio que menciona Jesús de los servidores atentos: “Felices los sirvientes a los que el patrón encuentre velando su llegada. Yo les aseguro que él mismo se pondrá el delantal, los hará sentar a la mesa y los servirá uno por uno” (Lc 12,37).

Esta idea de una mesa servida por el mismo patrón para aquellos que supieron mantenerse vigilantes, es la manera que tiene Jesús de decirnos que todo esfuerzo que hagamos por mantenernos fieles en la vida espiritual, dejando de lado lo material y apostando por la caridad, la solidaridad y la justicia, nos asegurará un lugar junto a Dios. Dios es el patrón que preparará y servirá en la mesa celestial a aquellos cristianos vigilantes. Por tanto, aun cuando el ser humano suele ser voluble, Jesús nos invita en esta ocasión a ser constantes, sobre todo en todas las cosas que se refieren a Dios.

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