Hermanos:

Normalmente, ¿a qué tipo de personas consideramos “sabias”? En nuestro mundo y con nuestro lenguaje actual, comúnmente calificamos de “sabias” a las personas que “saben mucho”, entendiéndolas como aquellas que “tienen acumulados muchos conocimientos”. Ciertamente, las personas sabias suelen ser muy inteligentes, pero su inteligencia la usan para adquirir cada vez más conocimientos. De ahí que, para el mundo de hoy, la actividad principal de un sabio es el “conocer”.

En la Biblia también se habla mucho de la sabiduría, pero en la cultura hebrea la sabiduría no tenía ninguna relación con el conocimiento. Para el hombre de la Biblia, sabio no era el que “sabía más”, sino aquel que “sabía vivir según la voluntad de Dios”. Aquí la sabiduría estaba relacionada con la vida, es decir, con la capacidad de actuar según la Ley de Dios. Obviamente, el sabio también tenía que ser una persona inteligente, pero esa inteligencia estaba dirigida a discernir la voluntad de Dios para ponerla en práctica, más que para adquirir conocimientos. Más que con el “conocer”, la actividad del sabio en la Biblia estaba relacionada con el “vivir”. De hecho, el prototipo del sabio en Israel fue el rey Salomón, un rey que, en una ocasión, pudiendo pedirle a Dios poder, riquezas o conocimientos, le pidió la capacidad de actuar según su voluntad para gobernar correctamente al pueblo. Esto es lo que nos narra, precisamente, la primera lectura de este domingo: “Señor, yo no soy más que un muchacho y no sé cómo actuar. Soy tu siervo y me encuentro perdido en medio de este pueblo tuyo, tan numeroso, que es imposible contarlo. Por eso te pido que me concedas sabiduría de corazón para que sepa gobernar a tu pueblo y distinguir entre el bien y el mal” (1 Re 3,5-12).

Teniendo en cuenta este concepto de sabiduría, asociada más a una forma de vida que a una acumulación de conocimientos, es como debemos entender el mensaje que se nos transmite en las parábolas que aparecen en el evangelio de este domingo. Son 4 parábolas, todas ellas referidas al Reino de Dios. En las dos primeras, la del tesoro escondido y la de la perla escondida, se nos habla de la inteligencia de dos personas que vendieron todo lo que tenían para quedarse con aquello que consideraban más valioso. Podemos considerar a estas dos personas como personas sabias, ciertamente. El tesoro y la perla por la que estas personas dejaron todo es el Reino de Dios. En un momento de sus vidas, cuando se toparon con las cosas de Dios, las consideraron como lo más importante, como lo más valioso, y relativizaron todo lo demás para comprometerse con ellas. Esto es sabiduría: tener la capacidad de hacer propios los intereses de Dios. Y aquí está, precisamente, el mensaje para nosotros: en medio de un mundo que considera la máxima expresión de la sabiduría a la consecución de poder, prestigio o riqueza, los discípulos de Jesús debemos mostrar nuestra inteligencia optando por lo que realmente es lo más importante y que, a la larga, nos dará la mayor felicidad: la voluntad de Dios: “Busquen primero el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se les dará por añadidura” (Mt 6,33). Que los demás sigan creyendo que son sabios porque saben mucho; nosotros mostremos nuestra inteligencia viviendo como Dios manda.

Evidentemente, habrá muchas personas que no entren en esta dinámica del verdadero sentido de la sabiduría. Ya lo advierte Jesús con las otras dos parábolas de este domingo, la de la red que atrapa peces buenos y malos, y la del padre que saca de su baúl cosas nuevas y antiguas. En el mundo, en la Iglesia, en las comunidades y familias, encontramos estos dos tipos de personas, personas buenas y no tan buenas, sabias y no tan sabias; es decir, las que se comprometen con la voluntad de Dios y las que quieren seguir viviendo según sus propios intereses. El problema es que, según la parábola de Jesús, el destino de los que pretenden seguir usando su inteligencia para lograr sus propios fines es desastroso: “Vendrán los ángeles, separarán a los malos de los buenos y los arrojarán al horno encendido. Allí será el llanto y la desesperación”. Sabiendo eso, empecinarse en dejar de lado la voluntad de Dios para vivir según los propios criterios ya no podría considerarse una decisión muy inteligente. Siempre, la decisión más sabia en la vida será la que nos encamine hacia Dios. Las decisiones que nos alejan de él y, por ende, de la felicidad, nunca serán decisiones inteligentes.

Queridos amigos: hay un dilema muy grande en nuestros días que tiene que ver con lo que acabo de exponer: hoy la inteligencia está mal entendida y, por lo tanto, mal usada. No se puede negar que existe gente superdotada por la capacidad que tienen de adquirir conocimientos; los nuevos descubrimientos en el campo de la ciencia lo demuestran. Pero, ¿de qué sirven estos conocimientos si nos van a alejar cada vez más de donde se encuentra la verdadera felicidad del ser humano? ¿Es sabio o inteligente preferir saber más que buscar la trascendencia? En el mundo de hoy el ser humano sabe mucho, pero no es más feliz; nuestra sociedad actual es, supuestamente, más avanzada, pero cada vez más carente de humanidad; hoy, mientras aumentan los descubrimientos científicos, el egoísmo sigue matando gente; y, por último, hoy el conocimiento genera más riqueza, pero este no alcanza para detener a un virus. Todo esto demuestra que la verdadera sabiduría va por otro lado, por aquel que nos propone la Iglesia en el evangelio de hoy. Busquemos ser más sabios intentando vivir como Dios nos lo propone. Solo el cumplimiento de la voluntad de Dios puede hacer que el hombre sea más feliz, más pleno, más humano. Prefiramos vivir como Dios nos pide, aunque tardemos un poquito más en volver a la Luna… total, allá no hay nadie a quién amar.

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