Queridos hermanos:
Con el evangelio que corresponde a este domingo, comenzamos una nueva sección del evangelio de san Mateo; una sección que los expertos llaman “el discurso sobre el Reino”. Se trata de una serie de parábolas pronunciadas por Jesús y que el evangelista ha reunido en una sola sección colocándolas una tras otra. Todas ellas tienen como tema central el Reino de Dios. Las parábolas eran recursos literarios y pedagógicos que usaba Jesús para explicar, de manera entendible, una realidad que, dicha de forma directa, hubiera sido más difícil de asimilar por parte de sus oyentes. Se tratan de una especie de cuentos con imágenes coloridas de la vida real, que esconden un mensaje importante, en este caso, aspectos importantes de lo que Jesús llamaba “Reino de Dios”. Por tanto, cuando leamos estas parábolas, debemos tener en cuenta que el mensaje gira en torno a algún aspecto del Reino de Dios.
Este domingo, el evangelio nos narra la primera de estas parábolas, aquella conocida como “la parábola del sembrador”. Como el tema principal es el Reino de Dios, hay que averiguar qué nos dice esta historia sobre este Reino. Para eso, vamos a ayudarnos de la Primera Lectura de este domingo, ya que normalmente, en las misas de los domingos, hay una unidad temática entre la Primera Lectura y el Evangelio. Así dice la lectura: “Como bajan del cielo la lluvia y la nieve y no vuelven allá, sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, a fin de que dé semilla para sembrar y pan para comer, así será la palabra que sale de mi boca: no volverá a mí sin resultado, sino que hará mi voluntad y cumplirá su misión” (Is 55,10-11). De esto trata la parábola, entonces: de la eficacia de la Palabra de Dios.
Una característica del Reino de Dios es la efectividad de la Palabra pronunciada por Jesús. Sabemos que el Reino de Dios es el amor del Padre manifestado por Jesús en este mundo, un amor que transforma toda la realidad y la convierte en un ámbito de Dios. Imaginemos un lugar donde las personas vivan disfrutando del amor de Dios y viendo según su Palabra; sería un lugar hermoso y perfecto, sin vestigios del mal. Ese es el Reino implantado por Jesús. Esta transformación se realiza, entre otras cosas, mediante la fuerza de la Palabra de Jesús. Si leemos los evangelios, Jesús usa su palabra para transformar el mal en bien: cura con su palabra, expulsa de demonios con su palabra, perdona pecados con su palabra, derriba los esquemas religiosos caducos con su palabra. Su palabra es eficaz. Pero, también en los evangelios notamos que, en algunas ocasiones, la fuerza de la palabra de Jesús no basta, sino que hace falta una disposición especial de la persona que la recibe para que esa palabra realice la transformación deseada. Recordemos los casos del joven rico o de los fariseos, por ejemplo. Estos dos casos son ejemplos de cómo la palabra de Jesús, eficaz en sí misma, puede caer “como en saco roto” si no hay una buena disposición frente a ella. También los primeros cristianos, probablemente, experimentaron una especie de desaliento al notar que, en su evangelización, la Palabra de Jesús que anunciaban no lograba el efecto que querían porque no había una disposición por parte de sus oyentes. Recordemos, si no, la cantidad de tropiezos que tuvieron los discípulos en sus correrías misioneras narradas por los Hechos de los Apóstoles. Ante esto, san Mateo recogió la parábola del sembrador que Jesús pronunció en su momento para explicar la eficacia de su palabra, y la colocó en su evangelio para recordarle a su comunidad este mismo mensaje de Jesús.
Es de esta manera que debemos leer la parábola del sembrador. Jesús usó las imágenes de la semilla y de los distintos terrenos en los que ella cae para darnos a entender dos cosas: su palabra tiene la capacidad de producir fruto en las personas, transformar la vida, mejorarla, encaminarla hacia Dios, obrar milagros y conversiones, y todo esto porque es eficaz y tiene la fuerza del mismo Dios. Pero, el fruto de la Palabra de Dios también depende de la disposición con la que se le acoge: si se le escucha y se intenta vivir según esa Palabra, el fruto será grande; si solo se le escucha pero no hay un esfuerzo por practicarla, el fruto será mediano; si no se le escucha, no habrá fruto.
Creo que no hace falta entrar en la explicación detallada de la parábola, ya que el mismo Jesús ha dado esa explicación. Basta con leer unas líneas más abajo el evangelio de este domingo para encontrarnos con el significado de cada detalle de la historia. Solo tengamos en cuenta que la Palabra de Dios no pierde su eficacia con el paso del tiempo. Hoy sigue siendo la gran fuerza transformadora de nuestras vidas. La tenemos a nuestra disposición en las celebraciones litúrgicas, en las reuniones catequéticas, en las oraciones de la comunidad, en las Biblias de nuestras casas. Escuchemos esta Palabra y hagamos lo posible para que se quede en nuestro corazón y así demos fruto en un ciento por uno. De esta manera, nuestro fruto se convertirá, a su vez, en la semilla que transforme el mundo en eso que Jesús llamaba “Reino de Dios”.