Queridos hermanos, nos encontramos en el segundo domingo del tiempo de adviento y la figura que se nos presenta en este domingo es la del último profeta: la voz que grita en el desierto.

Quizás la pregunta que nos surge es, ¿qué quería Juan predicando en el desierto, si sabía que nadie le escucharía?

Hermanos, he aquí el gran tiempo solemne favorable para nuestros días, para el día de salvación, de la paz y la reconciliación. Es el tiempo que tan ardientemente desearon los Patriarcas y Profetas, que fue objeto de tantos suspiros y anhelos. La dicha es nuestra, porque el salvador se nos ha manifestado de múltiples forma y en reiteradas veces, solo que a veces por la dureza del corazón no hemos sido capaces de reconocerlo.

Este segundo domingo la Iglesia celebra  el gran paso que hace Juan el Bautista. Es Juan aquel que prepara el camino del Señor, es el último de los profetas, es la voz autorizada para presentarnos la continuación entre lo Antiguo y lo Nuevo. Intentado responder a la pregunta, no nos queda otra opción que el desierto, es el corazón árido, sin agua, cerrado a la voluntad de Dios al que se dirige Juan. Sin duda, muchas veces hemos pasado por la sequedad del corazón y nos hemos convertido en “desiertos caminantes”. Y es lamentable ver cómo nosotros mismos nos cerramos a escuchar la voluntad de Dios. Imaginemos que Juan regresara a predicarnos ahora, creo que la realidad de aquel tiempo no estaría lejos del nuestro, porque nos dejamos llevar por voces que solamente secan el corazón y matan lo poco que tenemos que ofrecerle al Señor. Sea este adviento, un tiempo también para refrescarnos el corazón, para que bombee sangre limpia y agua purificadora.

Es esta voz la que clama en el desierto, quizás nos debemos preguntar, cuáles son esas voces que claman y no sabemos escuchar.

Muchas veces las voces que no queremos escuchar, son aquellas voces que nos van recordando nuestro compromiso de ser buenos cristianos, aquella voz que cada día nos dice “permanezcan fieles a mis palabras”, es esa voz interior que muchas veces no queremos escuchar, preferimos escuchar otras voces, aquellas que nos convienen porque están a nuestro favor, pero nos olvidamos de aquellas voces que también denuncian en nosotros, nuestra falta de amor, nuestra poca capacidad de misericordia y de entregarnos por los demás.

Recordemos que ese desierto es nuestro propio corazón, donde nunca nacerá una flor si no nos abrimos al amor de Dios.

Quizás Juan sea la llave para que en nuestro corazón comience a transcurrir lo que les decía anteriormente: sangre limpia y agua nueva. Hermanos no nos olvidemos que los días transcurren y se nos puede ir de la mano nuestra GRAN OPORTUNIDAD

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