Hermanos:
El evangelio de san Mateo es conocido como el evangelio eclesial, debido a que en su contenido existen muchas alusiones a la estructura, composición y misión de la Iglesia de Jesús. En efecto, en este evangelio encontramos, por ejemplo, la proclamación de Pedro como el líder de la Iglesia (Cf. Mt 16,13-20), el envío misionero de parte de Jesús a sus discípulos y las instrucciones sobre la misión (Cf. Mt 10 y 28), pero, sobre todo, un gran discurso de Jesús sobre cómo debe ser la vida comunitaria de sus discípulos. Este discurso se encuentra en el capítulo 18 del evangelio, precisamente el capítulo de donde está tomado el evangelio de este domingo. Debemos suponer, pues, que las indicaciones que se dan en este texto apuntan a la correcta vivencia de la comunidad dentro de la Iglesia.
La Iglesia es, ante todo, una comunidad de discípulos. No es una estructura, no es una organización, no es una institución; y no se basa en una jerarquía, ni en un conjunto de leyes, ni en preceptos religiosos. La Iglesia es un pueblo, es un conjunto de personas que tienen en común la fe en Jesucristo y que tienen la misma esperanza: la salvación por medio de él. Las estructuras en la Iglesia (llámense jerarquía, leyes, mandamientos, preceptos) son ayudas, maneras de organización, que tienen como fin ayudar al pueblo a que tenga una correcta relación con Jesucristo. El amor es el fundamento de la unidad en la Iglesia. De allí que, desde los inicios de la Iglesia, la formación de una correcta comunidad que dé testimonio de amor para que los demás pueblos también crean en Jesús, haya sido una de las prioridades para los líderes de aquellos años. Lo demuestra el hecho de que san Mateo le dedique un capítulo entero de su obra a los mensajes de Jesús sobre la vida comunitaria de los discípulos. Y si la vida comunitaria fue prioridad en los primeros años de la Iglesia, entonces también debe ser prioridad para los que formamos la Iglesia hoy. No está de más, pues, escuchar los consejos que nos presenta el evangelio este domingo, ya que nuestros retos comunitarios hoy son los mismos que los de entonces debido a que nuestra misión sigue siendo la misma que la de entontes.
Específicamente, el evangelio de este domingo apunta a un aspecto de la vida comunitaria que es de los más importantes: la corrección fraterna. El pensamiento de Jesús que se expone se basa en un principio básico: por definición, una comunidad se basa en la “unidad”; pues, si los que somos la Iglesia formamos una comunidad, lo que le pasa a un miembro repercute en todos los demás, en lo bueno y en lo malo. Así es la unidad. Es por ello que todos tenemos una responsabilidad frente al destino, felicidad y plenitud de los demás miembros de la comunidad, porque lo que les pase a nuestros hermanos repercute en nosotros. Desde este punto de vista podemos entender por qué también en este domingo se nos presenta un texto del profeta Ezequiel (la primera lectura) que nos habla sobre la responsabilidad que tenemos frente a la salvación de los demás miembros de nuestra comunidad y las consecuencias de nuestro descuido: “Puede darse el caso de que yo pronuncie sentencia de muerte contra un malvado; pues bien, si tú no hablas con él para advertirle que cambie de vida, y él no lo hace, ese malvado morirá por su pecado, pero yo te pediré a ti cuentas de su muerte” (Ez 33,8). Queda claro con esta lectura que la perdición o condenación de uno de los miembros de la comunidad es el fracaso de toda la comunidad. Cuando un alma se condena, la Iglesia entera es la que pierde y, de alguna manera, el plan de Dios se frustra. El mensaje de Jesús que oímos en el evangelio de este domingo supone esta regla y trata de evitar el fracaso comunitario debido a la suerte negativa de uno de sus miembros.
Jesús propone evitar las consecuencias negativas en la comunidad por el pecado de uno de sus miembros con la corrección fraterna. Es casi una solución sanitaria: si en una comunidad hay un miembro enfermo, para evitar que toda la comunidad se enferme, hay que hacer lo posible para curar a ese enfermo. Es la misma lógica. Solo que, en el caso de las relaciones entre hermanos propias de la Iglesia, la manera de “curar” a aquel que se “enfermó” es con la corrección fraterna. Esta corrección es completamente distinta a la crítica, al raje, al encaramiento y al juicio, que tienen más de emocional que de racional. Esta corrección se llama “fraterna” porque apela a criterios de amor, pero un amor racional que busca por sobre todo el bienestar del otro. En la crítica se trata de destruir al adversario; en la corrección fraterna se trata de salvarlo. Los criterios para la corrección fraterna que expone Jesús mantienen siempre la unidad de la comunidad: “Si tu hermano te hace algo malo, habla con él a solas y hazle reconocer su falta. Si te hace caso, ya has ganado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a una o dos personas más, para que toda acusación se base en el testimonio de dos o tres testigos. Si tampoco les hace caso a ellos, díselo a la comunidad” (Mt 18,15-17). Queda claro entonces: para Jesús, es la comunidad la que se debe encargar de encaminar al hermano pecador, y el objetivo es “ganar al hermano”.
Incluso podemos decir algo sobre las formas de la corrección fraterna. Jesús dice: “habla con él a solas y hazle reconocer su falta”. La corrección es, pues, de persona a perdona y “a solas”, evitando siempre el escándalo. Además, se trata de que el hermano “reconozca su falta”, no de que nosotros se la enrostremos. Para eso hace falta habilidades de comunicación y asertividad, además de la asistencia del Espíritu con su don de consejo. De hecho, no cualquiera puede corregir fraternalmente a alguien: la persona adecuada debe tener un equilibrio espiritual que solo el contacto perenne con Dios puede dar, junto con una madurez psicológica que le permita un control adecuado de emociones y la capacidad para elegir las palabras, el momento y el lugar adecuados. Jesús pensó en todo.
El evangelio de este domingo termina con una declaración enorme de Jesús: “Si dos de ustedes se ponen de acuerdo aquí en la tierra para pedir algo en oración, mi Padre que está en el cielo se lo dará” (Mt 18,19). No nos cansemos de pedir constantemente por la salud espiritual de nuestra comunidad. Pidamos siempre por aquellos hermanos nuestros que tienen más dificultades en su intento de ser fieles a Dios. Y roguemos juntos para que Dios nos conceda la capacidad de corregir fraternalmente a nuestros hermanos. Es un asunto delicado: el destino de los demás puede ser también el nuestro; la perdición de uno puede ser la perdición de la comunidad entera; la falta de amor en la Iglesia puede ser el motivo del fracaso en su misión. ¡No nos salvamos solos! Busquemos salvarnos, llevando con nosotros a algunos más.