Hoy celebramos la fiesta del Espíritu Santo, la tercera persona de la Santísima Trinidad y puente amoroso entre el Padre y el Hijo. Jesús cuando se despide de sus discípulos les promete que no los dejará solos sino que les enviará el Espíritu Santo, fuerza y consuelo, que prolongará su presencia en medio del mundo. El fruto de la resurrección y ascensión a los cielos de Jesús es el don del Espíritu Santo. Gracias a su impulso se transforma el mundo, crece el amor y los hombres podemos hacer realidad la presencia del Señor en medio de nosotros.
Jesús, al aparecerse a sus discípulos para exhalarles el aliento divino y otorgarles así el Espíritu Santo, les ofrece la paz. La paz de Jesús tiene el poder de transformar el miedo en entusiasmo, la duda en fortaleza, la decepción en esperanza. Jesús sabe que la paz es sumamente frágil y puede quebrarse con facilidad por eso les confiere el don del Espíritu que lleva consigo una actitud de fortaleza para mantener esa paz y fomentar el perdón. Si nos dejamos conducir por el Espíritu Santo gozaremos de la paz que es fruto del arrepentimiento personal que nos conduce a un clima de concordia, tolerancia y aceptación entre todos.
Al saludar al Señor los discípulos se llenaron de inmensa alegría. Es la alegría que sienten al colaborar con el Proyecto de Dios en la instauración del Reino y en vivenciar el anuncio y la obra de Cristo en el mundo.
Adherente a la paz y la alegría se encuentra el envío, la misión. Los discípulos, una vez que han superado el miedo y la duda por el poder del Espíritu Santo, se sienten ya preparados y motivados para anunciar el triunfo de la resurrección de Jesús a los hombres. No podían callar lo que habían visto y oído. Un poder nuevo perdonaba los pecados, creaba comunión y los iluminaba para proclamar su mensaje. Así, poco a poco, surgirían las primeras comunidades cristianas.
Hoy cada uno de nosotros, como los primeros discípulos que sintieron la presencia del Espíritu Santo en su vida, tenemos también la misma urgencia y el mismo compromiso: ser presencia de Dios en el mundo y testificarlo en medio de los hombres para que descubran su acción salvadora. La misma misión, la misma presencia, el mismo proyecto, el mismo Espíritu de Jesús está en nosotros.
Si permitimos que el Espíritu del Señor ilumine nuestro corazón y su luz transformante nos inunde de paz y alegría, si nos sentimos
instrumentos de su presencia en el mundo anunciando su mensaje, habrá nacido en nosotros cada día un nuevo Pentecostés.