Queridos hermanos:

Si la semana pasada, a la luz del evangelio de ese domingo, veíamos que las dificultades en la vida comunitaria se pueden solucionar con la corrección fraterna (Cf. Mt 18,15-17), en esta ocasión, a la luz de evangelio de este domingo, nos encontramos con otro intento de solución a los problemas en las relaciones interpersonales dentro de la vida de la Iglesia. Ahora, la solución es más radical y, precisamente por eso, más dura y difícil de conseguir: el perdón.

En todo grupo humano, incluyendo los grupos eclesiales, hay problemas de relación. El hecho de que Jesús haya tenido que recurrir a la corrección fraterna para solucionar estas diferencias, demuestra qué tan metido está el pecado en las personas que incluso llega a perjudicar a toda la comunidad. Pero, el pecado no solo afecta a la comunidad en general a la manera como una manzana podrida pervierte a las otras, sino que el pecado muchas veces causa una herida y un dolor profundo en las personas directamente afectadas por la mala acción de algunos. Cuando el daño ya ha sido causado y el dolor ha aparecido, la corrección fraterna se vuelve ineficaz porque solo podría evitar que el daño se repita, pero no hace nada con el que está padeciendo las consecuencias directas del error. La unidad de la comunidad seguiría rota. Hace falta otro remedio, esta vez no dirigido a quien cometió la falta sino a quien la recibió. De esta manera, el perdón aparece como el único medio para salvar la integridad de la vida comunitaria y, de paso, la de aquella persona que fue víctima de la mala acción.

En el mismo discurso eclesiológico de Jesús que nos presenta san Mateo en su evangelio, aparece Pedro preguntándole a Jesús cuántas veces debe personar a alguien que le ofende. La respuesta de Jesús no solo responde a la interrogante de Pedro, sino que va más allá de ella. En efecto, cuando Jesús dice que hay que perdonar “setenta veces siete” (Mt 18,22), no solo le está diciendo a Pedro las veces que debe perdonar, sino que a la vez le está indicando cómo debe hacerlo. De hecho, sabemos que el número siete en la literatura bíblica significa “totalidad” y a la vez “perfección”, por tanto, la respuesta de Jesús a la pregunta de Pedro no solo debe entenderse en el sentido clásico de “debes perdonar siempre”, sino también como indicativo de las características que debe tener ese perdón para que sea perfecto. La respuesta de Jesús suena así: “debes perdonar siempre y debes hacerlo con un perdón perfecto”. Están juntos el “cuánto” y el “cómo”, porque poco importa la cantidad si no hay calidad.

¿Y qué características debe tener el perdón para que sea perfecto? La respuesta la da Jesús con la parábola que san Mateo nos presenta en la segunda parte de este evangelio. En este relato se nos habla de un rey que perdona una deuda enorme a un trabajador suyo esperando que éste actúe de la misma manera con quienes le deben (Cf. Mt 18,23-27). Se apela a una lógica muy simple: si a ti te perdonan, tú también perdona. Pero en la parábola no sucede esto; más bien, el trabajador no perdona a quien le debe, y el rey, enterado de la falta de compasión de su trabajador, lo mete en la cárcel y le exige pagar hasta el último centavo (Cf. Mt 18,28-34). Una vez más la lógica en muy simple: si tú no perdonas, no esperes que a ti te perdonen. Si hacemos la transposición de personajes en la parábola tendremos la principal característica del perdón perfecto; en este caso el rey es Dios y el trabajador nos representa a nosotros: hay que perdonar de la misma manera como Dios nos ha perdonado.

Según esta parábola, el perdón, para que sea perfecto y pueda cerrar las brechas abiertas en las comunidades por el pecado de algunos, debe ser similar al perdón que Dios nos otorga. Y el perdón que Dios nos otorga total (es decir, constante e ilimitado), desinteresado (es decir, gratuito), busca siempre el bienestar del otro y de la comunidad, y está al margen de los sentimientos. Si repasamos la historia de las relaciones entre Dios y el hombre que se encuentra en la Biblia, por ejemplo, notaremos que Dios se ha mostrado siempre dispuesto al perdón aun cuando la infidelidad del hombre haya sido recurrente, hasta el punto en que podemos decir que el Antiguo Testamento se puede resumir en el siguiente ciclo: Dios muestra su amor al hombre, el hombre no corresponde a ese amor y Dios reacciona perdonando. La mayor muestra de ese perdón total y constante de parte de Dios lo encontramos en el envío de su propio Hijo. ¿El hombre merecía un perdón así? Si nos basamos en la constante infidelidad, definitivamente no. Si Dios hubiera actuado solo con justicia en sus relaciones con el ser humano, en realidad hubiese recibido un castigo. Pero hemos dicho que el perdón de Dios no solo es constante e ilimitado, sino también desinteresado y gratuito. Esto significa que el perdón no es un premio o algo que debe merecer; el perdón se otorga al margen de los méritos del otro. Es cierto que los efectos del perdón de Dios están condicionados al arrepentimiento del hombre, pero la acción de perdonar de parte de Dios está ofrecida siempre, sin condiciones, como muestra de su amor.

 

Por último, el perdón de Dios es perfecto porque se realiza al margen de los sentimientos. Pensemos, por ejemplo, en la frase de Jesús en la cruz: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. Esta petición de perdón de Jesús a su Padre estaba dirigida hacia aquellos que lo habían crucificado, y Jesús la pronunció estando colgado en la cruz, sufriendo ese dolor inmenso producido por los clavos y la corona de espinas que ellos mismos le habían impuesto. Jesús, pidió el perdón para sus ejecutores dejando a un lado lo que en ese momento sentía: el dolor. Cuando alguien nos hace daño, el primer sentimiento que aparece es el dolor, y muchas veces el dolor es el principal obstáculo para otorgar el perdón perfecto. La mayoría de las personas esperan a que desaparezca el dolor para poder perdonar, o quizá confunden el perdón con la ausencia de dolor. Pero lo cierto es que muchas veces el dolor producido por una ofensa nunca desaparece, sobre todo si la ofensa fue grave. Si el perdón dependiera de la ausencia de dolor o de recuerdos, no se otorgaría nunca. Jesús en la cruz nos enseñó que hay perdonar dejando el dolor a un lado, porque con el perdón lo que se busca no es el bienestar propio sino el de los demás. Esto es precisamente lo que busca el amor, la felicidad del otro, a veces por encima de la propia felicidad. El sacrificio en el amor y en el perdón está implícito; no se puede amar y perdonar sin cargar la cruz. El perdón perfecto es, pues, una manifestación del amor perfecto: ambos buscan la armonía, la plenitud de la comunidad que había estado rota por el pecado y van más allá de la corrección fraterna. Es por eso que solo el perdón al estilo de Dios es el único medio por el que se puede mantener la integridad de la comunidad y de la persona que sufrió la ofensa.

Hermanos: en la oración del Padrenuestro decimos a Dios que “perdone nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Si nosotros no perdonamos a los demás, entonces no tenemos derecho a exigir el perdón de parte de Dios. Pero resulta que Dios nos perdona siempre, así que no nos queda más que intentar amar y perdonar como Dios lo hace con nosotros. Si no lo intentamos siquiera, podemos estar cayendo en una gran hipocresía cada vez que rezamos el Padrenuestro. ¡Dios no lo quiera! ¡El perdón no lo permita!

Leave Comment