Este domingo la palabra de Dios que nos propone la madre Iglesia como alimento para nuestra vida de fe y para que la guardemos en nuestro corazón, a ejemplo de la Virgen María, para irla meditando a lo largo de la semana y así vayamos aprovechando mejor los nutrientes que aporta la Palabra de Dios para la vida de cada creyente, es la que a continuación meditamos. 

En la primera lectura, tomada del libro del Profeta Isaías, el Señor habla al profeta, a quien llama su siervo, aquel que traería a Jacob, aquel que le reuniría a Israel, aquel que restablecería a las tribus de Jacob y por su predicación convertiría a los supervivientes de Israel.  

Desea ahora el Señor hacer de su siervo “luz de las naciones” para que las naciones guiadas por esa luz se dejen alcanzar por la salvación de Dios, una salvación que el Señor desea que “alcance hasta el último extremo de la tierra. 

Lo que nosotros podemos hacer a la luz de esta palabra es reconocer que Dios es quien habla al hombre para hacerle conocer su voluntad salvífica. Una salvación que no está reservada para un solo pueblo, sino que es su deseo que la salvación sea para todos. Una salvación que Dios quiere dar a todos. Como escribirá el Apóstol de los gentiles “cuando nosotros todavía éramos pecadores, Dios envió a su Hijo para salvarnos”.  

Es una salvación gratuita que Dios nos ofrece, a nosotros que formamos parte de esas naciones dispersas a lo largo del basto mundo, en su enviado nacido niño en Belén al que llama “éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. 

 

El apóstol San Pablo junto a su compañero de misión, Sóstenes, escribiendo a los creyentes de Corinto, “llamados a formar su pueblo santo, junto con todos aquellos que invocan el nombre de Jesucristo” como su Señor, les desean “gracia y paz de parte de Dios”, a quien llaman Padre y de parte de Jesucristo. 

Se les hace notar a los Corintios que también ellos, junto a muchos que en diferentes lugares invocan al señor Jesucristo, forman parte de esos pueblos que reunidos por aquel que ha sido hecho “Luz para las naciones” han alcanzado la salvación que Dios ofrece a todos en su Hijo y Señor nuestro: Jesucristo. 

En la navidad la salvación que Dios ofrece a todos, se ha hecho hombre y ha nacido niño en Belén. Dios por medio de su ángel, y a través de José, esposo de la Virgen María, nos hace conocer también a nosotros, por el nombre que debe darle al niño: Jesús, será el que salve a su pueblo de los pecados.    

Por lo que testimonian los pastores primero y después los magos venidos de oriente, también nos enteramos que ese niño es el salvador, el mesías, el Señor, aquel que es digno de adoración. Y por último en el bautismo del Señor escuchamos testimoniar a nuestro mismo Padre Dios que el niño, ahora grande ya, es su Hijo amado, su predilecto. 

Juan, quien bautizó al Señor Jesús en el rio Jordán, en una ocasión que ve acercarse al Señor Jesús, da testimonio de Él diciendo que es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Y reconociendo que Jesús es más grande que él, y la razón para esta grandeza es que existía antes que Juan. 

Juan al dar testimonio del Señor Jesús, dice que lo reconoció porque aquel que lo envió a bautizar le había manifestado que “Aquel sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre él, ese es el que va a bautizar con Espíritu Santo” “y yo lo he visto, y he dado testimonio de que él es el Hijo de Dios”. Nos ayuda a comprender Juan con este testimonio la razón por la cual Jesús pidió ser bautizado por él. La razón era para que Juan pudiera contemplar al Espíritu que bajaba del cielo posarse sobre el Señor Jesús y así tener la certeza que Jesús al que bautizó, era el Hijo de Dios, aquel que Dios ha enviado al mundo, como salvador, para bautizar con Espíritu Santo. 

Bautismo, que, a diferencia del practicado por Juan, que señalaba el deseo de conversión, el Bautismo practicado por el Hijo de Dios, hace de aquellos que lo reciben hijos e hijas de Dios, por adopción. Es el Espíritu Santo el que nos hace llamar “Abba”, es decir nos hace llamar Padre a Dios” 

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