Queridos hermanos:
En alguna ocasión, San Vicente de Paúl dijo que “la verdadera religión está entre los pobres”. Esta afirmación no la dijo por capricho o invención, sino que la dedujo de su experiencia de años trabajando en la evangelización y el servicio con los pobres. Para saber qué quiso decir San Vicente con esa frase, debemos echar una mirada al evangelio de este domingo. San Vicente no hizo otra cosa más que corroborar la veracidad de las palabras de Jesucristo que se nos anuncian en esta lectura.
La afirmación principal del evangelio es esta exclamación que hace Jesús: “¡Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a la gente sencilla! Gracias, Padre, porque así te ha parecido bien”. Las “cosas” a las que se refiere Jesús, que están escondidas a los sabios pero accesibles a los sencillos, son las cosas de Dios, sus misterios, su manera de actuar o, en resumidas cuentas, su revelación. Dios se no ha dado a conocer, se nos ha mostrado tal cual es; a esto le llamamos “revelación”. Ahora bien, la revelación, o sea, las cosas de Dios, aunque han sido ofrecidas a todos los hombres, no todos los hombres las pueden entender, por la simple razón de que para acceder ellas hay que cumplir con un requisito fundamental, aquel que está sugerido en la exclamación de Jesús: la humildad.
La humildad es la virtud que hace que el hombre reconozca que todo lo que es y todo lo que tiene ha sido dado por Dios. Junto con esto, la humildad le hace caer en cuenta de su indefensión y de su necesidad de Dios. Aquí está la diferencia, precisamente, entre aquellos a los que Jesús llama “sabios o entendidos” y los que llama “sencillos”. Los “sabios y entendidos” normalmente son aquellos que encuentran su seguridad en su propio conocimiento, en sus habilidades, en lo que pueden lograr con su propio esfuerzo. Evidentemente, una persona que confía en su propia capacidad y cree que con sus conocimientos y habilidades puede lograr cualquier cosa, no sentirá nunca la necesidad de una ayuda externa, venga de otra persona o del mismo Dios. El problema, pues, de los sabios y entendidos (y yo agregaría aquí, de los “soberbios”) es que no necesitan de Dios, y al no necesitar de él tampoco lo buscan, no esperan nada de él y no intentan conocerlo. Esta es la razón por la que no están en condiciones de entender las cosas de Dios: la falta de humildad.
En cambio, los sencillos son aquellos que llevan una vida transparente, sin complicaciones, precisamente porque su virtud principal es la humildad. Las circunstancias de la vida les han llevado a buscar la seguridad en algo grande y trascendente, ya que esa seguridad no la encontraron ni en el conocimiento, ni en las estructuras, ni en las personas. Los sencillos y humildes solo esperan en Dios, y porque esperan solo en él, lo buscan y, precisamente por eso, lo conocen. Estas personas están mejor capacitadas para entender a Dios y tienen una sensibilidad especial para captar las iniciativas de Dios. A diferencia de los “sabios y entendidos”, no tratan de entender la vida con la razón, sino con la fe, porque entienden que en todo lo que sucede (incluso en las circunstancias difíciles) se puede encontrar una manifestación de Dios.
A estas personas se refería San Vicente cuando hablaba de las que son verdaderamente religiosas: los pobres. La religión, por definición, es todo aquello que hace el hombre para relacionarse con Dios. Pues bien, solo se relacionan con Dios los que le buscan, y solo le buscan los que confían y esperan algo de él. Esta es, precisamente la característica de los pobres: la sociedad les ha fallado, las instituciones les han fallado, las personas les han fallado; solo les queda depositar su esperanza
en Dios. Se cumple en ellos lo que dice Jesús en este evangelio: “Vengan a mí, todos los que están fatigados y agobiados por la carga y yo les daré alivio.” Ellos, los pobres, los cansados y fatigados por la dureza de la vida, han encontrado su descanso solo en Dios. Y es por esto también que los pobres, los que San Vicente llamaba los verdaderos religiosos, son los que tienen una mayor sensibilidad para ejercer la caridad, elemento importante de la religión cristiana católica: saben lo que es pasar necesidad, saben lo que es esperar la ayuda de alguien, por eso ayudan y se entregan desinteresadamente a los demás, confiando en que Dios les tenga en cuenta su desprendimiento.
Queridos hermanos, en la frase de San Vicente y en la exclamación de Jesús que se nos trasmite en el evangelio de hoy, encontramos una invitación a vivir la humildad como la gente sencilla y como los pobres para conocer mejor a Dios. Esta invitación alcanza, incluso y sobre todo, a los ricos y a los sabios. Se puede, tranquilamente, tener una vida acomodada y llena de conocimientos y ser a la vez humilde. No olvidemos que Jesús, en las bienaventuranzas, habló de una pobreza de espíritu, es decir, de una actitud de pobreza, de desprendimiento y de necesidad de Dios. El rico que reconoce que todo lo que tiene viene de Dios, es humilde; el sabio que reconoce que todo lo que sabe y hasta su propia inteligencia son regalos de Dios, es humilde. Y de esta manera, incluso ellos estarán en condiciones de conocer la revelación de Dios.