SIETE PALABRAS DE JESÚS
PRIMERA PALABRA
PADRE, PERDÓNALES PORQUE NO SABEN LO QUE HACEN (Lc 23,34)
Lucas es el evangelio de la misericordia y del perdón. El evangelista recoge este mismo sentir y lo hace patente en el momento culmen de la vida de Jesús: su muerte en cruz. No pueden salir palabras de odio en aquel que proclamó abiertamente que Dios nos amaba y que “jamás nos apuntaba el delito” (Lc 15; cf. Sal 31,1-2).
Jesús ha llegado a la cruz y conoce la fragilidad humana, que puede ser capaz de enviar a la muerte a un inocente, pero no responde con venganza ni maldición a quienes lo condujeron a este patíbulo y a quienes la ejecutaron, solo con estas palabras de perdón y compasión: “perdónales”. No es solo el hecho de la crucifixión injusta de Jesús la que nos indigna, sino que esta se vuelva a repetir en el hoy de nuestra historia y parece que no sabemos cómo detener tales ignominias. Más víctimas inocentes y, como consecuencia, más venganzas y odios. ¡Cuándo va a parar esto!
Lucas tilda a los dos que fueron crucificados con Jesús como “malhechores” (Lc 23,32) y al ser puesto él en medio de los dos, se intentaría resaltar la paradoja del hombre inocente que ha sido crucificado por considerarlo, como aquellos, un malhechor, pero por estar al medio, el peor (Lc 23,33). En algunos manuscritos antiguos del evangelio de Marcos se especifica que esta situación sintonizaba con una profecía (Mc 15,28), la que probablemente sea de Isaías pero que ha sido modificada: “lo sepultaron con los malvados” (Is 53,9).
Esta primera expresión de Jesús en la cruz recogida por la tradición de la Iglesia, no se encuentra en los manuscritos más antiguos y de mayor renombre, por lo que es probable que un editor posterior la añadió, queriendo coronar el ministerio de Jesús que tanto habló del Dios del perdón y la misericordia: “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34a).
Este vocativo “Padre” se repite 11 veces en el evangelio de Lucas, de los cuales 5 veces están aplicados directamente a Dios Padre (Lc 10,21; 11,2; 22,42; 23,34.46), 3 indirectamente porque hablan del padre de la parábola con sus dos hijos (Lc 15,12.18.21) y otros 3 para hablar del “padre Abraham” de la parábola del rico epulón y el pobre Lázaro (Lc 16,24.27.30). La relación íntima de Jesús con su Padre queda manifestada en este momento culmen de la crucifixión, es su propio Hijo quien le pide considere tenga piedad de sus verdugos. La ignorancia de aquellos soldados y los embates de sus acusadores espectadores de tan terrible suplicio, quedan al descubierto con lo dicho por Jesús. Se ha condenado a muerte a un inocente. Esto se subraya aún más con el desconocimiento y la terquedad de no querer reconocer al Hijo de Dios, no importándole que se quede sin sus ropas (elemento de dignidad y honra; Lc 23,34b), hecho realizado por los soldados, y el desafío tentador de un falso mesianismo proclamado por los “líderes” del pueblo (Lc 23,35-36).
Este es el marco para unas palabras que conmueven profundamente a quien en su sano juicio las escucha. ¿Cómo este hombre puede perdonar tanto odio?
Sin duda, que perdonar es todo un proceso. No podemos considerar este proceso como algo inmediato. Aunque un ser humano crea tener parámetros en su actuar considerando que hay pecados que puedan ser los que habitualmente enfrentamos, y otros que no revisten de perdón alguno, todos nos vemos inmersos en la posibilidad de equivocarnos. Esto es lo que creo hace difícil el perdón, porque cuando a nosotros nos lo hacen no expresamos justificación alguna ante el daño recibido y expresamos la condena sin más del malhechor. Pero, cuando nos vemos envueltos en alguna situación de pecado, no sabemos cómo justificar y pedimos que nos comprendan o busquen perdonarnos. Si esto lo proyectamos al tema religioso pareciera que exigiéramos a Dios que sea justo con el pecador que nos ha hecho mucho daño, pero rogamos que sea misericordioso con nosotros.
Dios es Dios de todos, y todos somos pecadores. Es verdad, que la justicia humana, terrenal, debe ser exigida, pero no estaría bien aplicar estos caracteres a la justicia divina. Quizá tengamos que meditar mejor la expresión de la carta de Santiago: “misericordia se exalta sobre el juicio”. El tiempo es el que sale al auxilio y la sabiduría empieza a ejercer su lugar ya que jamás el odio y la venganza conducen a la paz interior y no ayudan jamás a calmar el dolor o a curar las heridas. No han sido y ni serán jamás elementos sanadores. Solo el perdón, solo el perdón. En esa invocación al Padre en el momento de la cruz, el Señor ha dejado constancia que no hay otra forma de destruir a la muerte y al odio que la voz del perdón. Así el victimario tiene la oportunidad de reconocer su gran equivocación y entrar en un proceso de conversión y la víctima puede encontrar en el Señor el descanso y la paz que no saciará jamás la venganza.
Quizá este tiempo santo pueda ayudar a muchos a encontrar el perdón de Dios y poder también ofrecer perdón para no cargar un bulto tan pesado que puede realmente hundirnos para siempre.
SEGUNDA PALABRA
DESDE HOY ESTARÁS CONMIGO EN EL PARAÍSO (Lc 23,43)
Esta es la otra expresión de Jesús en la cruz del evangelio de Lucas y ambas constituyen las únicas que quieren ser recordadas para esta comunidad a la que se dirige el evangelista. Sorprende, porque el autor nos introduce en un intercambio de palabras entre los malhechores crucificados con Jesús y luego con él mismo, algo muy íntimo entre aquellas víctimas de este tormentoso suplicio.
Los demás evangelios solo citan la compañía de dos bandidos o criminales dejando constancia de que Jesús pasó siendo contado como uno de ellos. ¡Terrible comparación! Jesús nunca buscó la violencia o la maldad para obrar contra los que sí se confabularon acusándolo falsamente.
Estos dos malhechores habrían sido ajusticiados por delito de sedición (desde hablar en contra del emperador propiciando la rebeldía no pagando impuestos, hasta asesinar a los representantes del poder de Roma como lo eran los soldados de las legiones), pues esta pena capital se aplicaba a este específico caso. Por los testimonios evangélicos, esta fue la acusación que se presentó ante Pilato acerca de Jesús quién, según sus enemigos, se atribuía ser el “rey de los judíos”.
No sabemos nada de ellos, pero el autor de este evangelio da una información en boca uno de ellos que interviene al responder a su compañero acerca de la injusticia que se estaba cometiendo contra Jesús. Este reconoce que ambos estaban pagando por su error cometido, lo que habla de su culpabilidad confesa (Lc 23,41).
Ahora bien, el primero que interviene (Lc 23,39) entra en sintonía con las burlas de los jefes del pueblo y los soldados (Lc 23,36-37) tentando a Jesús acerca de su poder y su condición de “Mesías” y añade el deseo de que se vea beneficiado de ser salvado con él.
El otro crucificado arremete contra su compañero cuestionándole sus palabras sin sentido y cuestionándole acerca de su pérdida del temor de Dios (Lc 23,40). Sus palabras expresan que por justicia merecen el castigo recibido, pero aboga por el “justo” Jesús, quien no tenía motivos para sufrir terrible muerte. Este personaje resulta ser muy importante puesto que ha podido descubrir en Jesús lo que muchos no han podido ver durante el ejercicio de su ministerio.
Y en un acto de absoluta profesión de fe en Jesús, le pide que lo recuerde cuando empiece a reinar (un epitafio muy común entre judíos), con lo cual acepta que pueda ser capaz verdaderamente de salvar, pero no según el criterio del otro. Al estilo fiel de Lucas, un marginado más de la sociedad es quien da el ejemplo de creer en Jesús. Aquel hombre a punto de morir, cree que Jesús el crucificado que está a su lado reinará, quizá no lo puede explicar, pero lo cree y confiesa. Ha aprendido a conjugar que aquel siendo justo está llamado a ejercer su soberanía por encima de cualquier otra vía de poder.
La respuesta de Jesús confirma que es grande su fe: “Te aseguro, hoy estarás conmigo en el paraíso”. La idea judía de la vuelta al paraíso fundamentaba la esperanza escatológica de un nuevo tiempo que Dios abría a los que confiaban en su salvación. Quizá no se había tan desarrollada como la idea cristiana de una nueva vida que trascendería esta realidad terrenal, pero creían que era posible que ese “eón” o antiguo mundo dominado por el poder del mal debía dar paso al nuevo “eón”, al nuevo mundo gobernado por la soberanía de Dios.
Aquel malhechor supo hacer un discernimiento desde el árbol de la cruz, desde el dolor y el sufrimiento, pero sobre todo conmovido ante la injusticia cometida contra un hombre inocente. No solo fue capaz de reconocer y aceptar su responsabilidad por el delito cometido asumiendo el castigo que merecía, sino que creyó que aquel que siendo justo y que tuvo que soportar tantas afrentas se convirtió para él en mediador de una verdadera salvación; no la de bajar de la cruz y propiciar una admiración ante un portento casi mágico sino la de vaciar el corazón para dejar entrar el perdón y la misericordia y experimentar vivamente la salvación de Dios: la restauración de la armonía representada en el paraíso (la amistad con Dios, consigo mismo y con la creación).
TERCERA PALABRA
MUJER, AHÍ TIENES A TU HIJO. ALLÍ TIENES A TU MADRE (19,26-27)
El evangelio de Juan presenta la crucifixión de una manera distinta a los evangelios sinópticos. Puede que sea, junto con Marcos, de las primeras tradiciones recordadas y recogidas acerca de la pasión y muerte de Jesús.
La manera de presentar este relato de la pasión refleja una comunidad con una particular manera de proclamar que Jesús es el Hijo de Dios, pues habla del sacrificio redentor de Cristo no desde un suplicio dramático sino, todo lo contrario, desde una muerte gloriosa. Jesús es el que lleva la pasión por el derrotero de la incomprensión y la terquedad de no aceptar al Rey de los judíos (Jn 18,33-38). Jesús no se guarda nada, se defiende, acusa, provoca, desafía (Jn 18,23.36-37; 19,11) y, por tanto, ni siquiera se atreve a sugerir que haya sido abandonado por Dios como los otros evangelios lo subrayan. Los dos malhechores quedan postergados y casi ni son mencionados, pues el centro de atención lo tiene el mismo Jesús
Para Juan, Jesús es “entronizado” (Jn 19,13) en el madero de la cruz y se confirma de este modo el momento que a lo largo del evangelio se anunciaba: “ha llegado la hora en que el Hijo del Hombre sea elevado en lo alto” (Jn 3,14). La cruz ya no es un signo de ignominia sino de triunfo y gloria.
En medio de este cuadro de entrega total de Jesús el evangelista añade dos cosas: la primera acerca del letrero puesto encima de Jesús (Jn 19,19-22) y lo segundo la distribución de las vestiduras de Jesús y la puesta a suerte de la túnica, realizada por los soldados. Se intenta confirmar que la Escritura está cumpliéndose en la pasión y muerte del Hijo de Dios.
Toda esta descripción concluye con la intervención de dos personajes ya citados antes en el mismo evangelio: la madre de Jesús (Jn 2) y el discípulo amado (Jn 13,23). Sin duda, dos personajes reales, pero que en este evangelio resultan ser personificaciones de una realidad colectiva, importante para los intereses del autor.
La madre de Jesús, que personifica a la esperanza de Israel que ve en Jesús al esperado de los tiempos había aparecido en el episodio de las bodas de Caná de Galilea, al comienzo del evangelio, donde tiene incluso un rol protagónico. Es ella quien ayuda a descubrir las carencias espirituales a sus “hijos” judíos (“no hay vino”) para luego proponerles llenarlas con la alegría del novio. Pero hay algo que se repite en este pasaje y en el de la cruz, y es el tema de la hora. Aquel signo motivado por la madre de Jesús a los servidores de la fiesta y sobre todo para los discípulos que le seguían resultó siendo el preludio de la hora, justamente el momento de la entrega total de Jesús que vendría en el momento de la cruz.
El discípulo amado que, según la tradición, podría ser uno de los líderes religiosos de la comunidad a la que se dirige el evangelio, heredero de las tradiciones apostólicas de Juan, representa a la comunidad cristiana abierta y alegre que se abre paso en medio de la hostilidad del judaísmo de fines del s. I d.C. Este discípulo, probablemente el artífice del testimonio primario de este evangelio, ha quedado configurado como el discípulo que conoce las intenciones más profundas de Jesús y por eso aparece solo en la última parte de evangelio, desde los momentos previos a la pasión. Su prestigio cobró tal importancia que se le equiparó por un momento a la dimensión de testigo fiel como a los apóstoles, incluso con el mismo Pedro.
Ahora bien, en el momento definitivo de la glorificación del Hijo, aparecen ambos personajes, la Madre de Jesús y el discípulo amado al pie de la cruz. El gesto de la entrega de Jesús de su madre al discípulo amado es acompañado con estas palabras proferidas por el crucificado. Así, el discípulo amado se dispone a recibir y acogerla en su casa, dando apertura a una nueva relación familiar. El cuadro intentaría transmitir un mensaje importante: la madre de Jesús simboliza al Israel que necesita de la alianza definitiva, es capaz de reconocer las carencias que tiene y ayuda a disponerse a acoger al Salvador del mundo. Unido al discípulo amado se constituye como un testigo fidedigno de los hechos, pero sobre todo se convierte en el adalid de los que creen y creerán en Jesús y, por tanto, se une a la madre de Jesús en el momento culmen de la glorificación. Podríamos decir que es el momento donde se unen ambos testamentos, la esperanza del pueblo judío y la nueva comunidad de creyentes. Hemos sido introducidos con este discípulo a la familia de los elegidos de Dios para una misión: testimoniar el amor de Dios llevado al extremo en el sacrificio glorioso de su Hijo en la cruz. Nosotros intentamos seguir las huellas de este fiel discípulo, pero requerimos abrirnos también a la conversión, a reconocer nuestras carencias, y disponernos a acoger la salvación de Cristo Jesús. Somos hijos de la Iglesia, del nuevo pueblo de Dios, pero debemos aprender la historia de Israel, de este pueblo elegido, para darnos cuenta que somos parte de esa historia salvífica de un Dios que ha bajado a nuestra historia y ha dado todo por nosotros, para que encontrásemos el verdadero camino que nos una a Dios. Ahora, desde esta fe y con la actualización de la Palabra en el contexto de nuestra vida eclesial, valoramos el aporte de María nuestra Madre, quien solícita intercede por nosotros, pues ella más que nadie, desea que nos comportemos como hijos del mismo Dios. Ella se ofrecerá siempre como intercesora poderosa para que no nos desviemos del camino. Ella será quien nos conduzca de la mano de su hijo Jesús también a la hora de nuestra glorificación.
CUARTA PALABRA
DIOS MÍO, DIOS MÍO, POR QUÉ ME HAS ABANDONADO (Mt 27,46; Mc 15,34)
El grito de este salmo puesto en los labios de Jesús se convierte en un elemento más de confirmación del cumplimiento de las Escrituras. Los presentes en este momento doloroso escuchan el grito de Jesús en la hora nona (Mt 27,45) y se confunden con la voz aramea “El” y piensan que está llamando a Elías (Eliyahu), aunque en realidad está invocando al mismo Dios (de allí que muchos nombres que llevan este vocablo tiene relación con Dios: Isra-el; Yezra-el; El-ías; Ezequi-el; Eli-melek).
Este grito desgarrador ha sido puesto en los labios de Jesús por los evangelistas, vinculándolo así con el salmista que entona su lamento y es recogido en la Escritura en el salmo 22 (21).
Este salmo está dividido en 5 partes: expresión sincera de sentirse abandonado por Dios en la hora decisiva (Sal 22,1-12); hostigamiento por parte de sus enemigos (Sal 22,13-19); súplica para que intervenga a su favor (Sal 22,20-22); acción de gracias (Sal 22,23-27); alabanza conclusiva (Sal 22,28-32).
Como se puede apreciar, este lamento del creyente perseguido cambia su tono hasta llegar a un cántico de acción de gracias y la promesa de proclamar la intervención providente de Dios a su favor. Todos en algún momento, hemos clamado desde el fondo de nuestro corazón y ha brotado nuestra queja y angustia más sincera a Dios, pues creemos que es el único que puede comprender nuestro dolor y ayudarnos a superar estos malos momentos. El salmista se atrevió sí, no solo a abrir su corazón para desahogarse sino también a dejar constancia de su experiencia de fe en circunstancias difíciles. ¿Acaso el Hijo de Dios no podía haber sentido la confrontación propia de quien va camino a la muerte en el huerto de Getsemaní? De forma sorprendente, este salmo que empezó con un grito desesperado concluye con una alabanza de confianza en el Dios que jamás abandona a sus hijos, y es motivo suficiente para comunicar a las futuras generaciones la forma cómo Dios interviene para salvar y redimir al hombre justo.
La gente que lo rodea en el patíbulo de la cruz continúa con sus afrentas, cuestionan que sea posible que Dios sea su padre y su protector, “¡dónde está! ¡Que lo salve pues!”. Son gritos tentadores que hasta hoy se escuchan. Quizá lo más llamativo es que salga de la boca de los supuestos “guardianes de lo religioso”, aquellos que se sienten tan seguros de que su obrar es la voluntad de Dios y es más bien el ejercicio de su propia voluntad.
Podemos concluir entonces que no es un canto de desesperación, no. Algo pasó en medio del salmo que no se narra, pero sí se intuye. Dios salió al rescate de su hijo, sí. Por eso, puede contar la fama de Dios entre sus hermanos, en medio de la asamblea puede testimoniar sin miramientos que Dios lo ha librado de su peor angustia.
Jesús se ha unido a la lista de víctimas que sufren la injusticia y el rechazo por sus convicciones pero que tiene que soportar pacientemente porque su Redentor está por despuntar. Señor que terminemos contigo de cantar este salmo, y que jamás escondamos nuestros sentimientos más profundos a Dios.
QUINTA PALABRA
TENGO SED (Jn 19,28)
Saciar la sed con agua es una necesidad básica del hombre y, por tanto, tener sed es la sensación más angustiosa que puede vivir un ser humano. Jesús ha llegado al momento de la glorificación, pero lo hace plenamente convencido de que ha llevado este misterio de la encarnación a un nivel extraordinario.
El último cuadro narrado por el evangelista empieza con una afirmación categórica: “sabiendo Jesús que todo había llegado a su plenitud…” (Jn 19,28). Esto hace de esta sección pequeña la expresión plena de la fidelidad de Jesús a su misión, pues coincidirá con la misma expresión con que Jesús entrega el espíritu (Jn 19,30).
Pero a continuación se hace una referencia al cumplimiento de la Escritura a partir de la necesidad de sed que tiene el mismo Jesús (Jn 19,28) y, aunque es probable que esté vinculado en un primer momento al salmo de la tradición sinóptica (Sal 22,16), puede ser mucho más significativo la alusión al Sal 69,22: “por alimento me sirven el veneno, y en mi sed me dieron a beber vinagre”, donde el salmista clama el auxilio divino frente al peligro de sus enemigos.
También se puede notar la citación a propósito del uso del “hisopo”, que no podría ser un elemento firme para sostener la esponja, sino más bien, un elemento simbólico que lo vincularía con el rito de aspersión de la sangre del “cordero que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29), haciendo eco de la salvación de Dios en el éxodo cuando con hisopo mancharon de sangre el dintel de sus puertas para ser salvados del paso del ángel exterminador.
Ahora bien, introducida esta frase en el contexto de la propuesta de la muerte de Jesús narrada por el autor del cuarto evangelio, intenta resaltar, no tanto la sed de angustia sino una sed de haber dado todo el esfuerzo en la tarea encomendada abriendo así simbólicamente la era del Espíritu a punto de ser ofrecido más adelante en una de sus apariciones (Jn 20,22). Por tanto, estamos ante una sed justificada y no desesperada.
Así, este grito no tiene una connotación de drama sino de absoluto reconocimiento de haberse “entregado sin reservas” a la misión salvífica. Fue Jesús, la fuente de agua viva que se ha ido vertiendo para ofrecerse y saciar a los creyentes: agua para un nuevo nacimiento como le exigió a Nicodemo con la presencia de su Espíritu; agua viva que prometió a la samaritana para que jamás vuelva a ese pozo; manantial de agua que presentó a los judíos en la fiesta de las tiendas. Pero es ahora, cuando Jesús, la fuente del agua de vida, tiene sed. No está sediento propiamente de agua, está sediento porque lo ha dado todo.
Ahora es el momento de volver al Padre, ahora Jesús encarna al salmista que tiene sed de Dios, su deseo anhelante del Dios vivo (Sal 41; Sal 62), pero a la vez es un clamor puesto en las manos de Dios, el cual no falla a sus promesas (Sal 106).
No sé cuántas veces nos hayamos sentido cansados del esfuerzo desplegado en una tarea, pero esa sed que sentimos no solo conjuga lo amargo de esa “necesidad de saciar la sed” sino también la constatación que se ha hecho todo lo que se ha podido y existe en medio de ese fragor una cierta satisfacción de haberlo logrado. Muchos autores expresan el gran enlace que existe entre esta expresión y la que viene a continuación, pues ambas expresan la plenitud de la misión encomendada. Roguemos a Dios por la fidelidad a nuestra vocación cristiana, aquella que debemos cuidar mucho y que nos debe disponer a gastar la vida por la Buena Nueva hasta el último aliento si así se diera el caso.
SEXTA PALABRA
TODO ESTÁ CUMPLIDO (Jn 19,30)
Como habíamos anotado, el cuarto evangelio tiene la particularidad de presentar la pasión y muerte del Señor como el momento de la exaltación del crucificado. Por tanto, Jesús no puede morir desesperado y angustiado como lo refieren los otros evangelios. Jesús es el Hijo de Dios para el autor y esto es lo que quiere que se les quede bien grabado en la mente de sus oyentes. Por tal motivo, la última palabra de Jesús es una palabra de absoluta confianza y firmeza de haber concluido la misión encomendada: “Todo se ha cumplido”. Su camino hacia la tierra ha concluido, ahora empieza la vuelta al Padre.
Está emparentada esta frase con la anterior: Tengo sed”. Ambas reflejan que la misión del Hijo se cumplió a cabalidad, y se abre ahora el tiempo del Espíritu, el cuál pasa a ser el agente que ayudará a comprender este paso necesario de la muerte a la vida como lo irá resaltando luego el mismo evangelio en el relato de las apariciones como también recordando las palabras de Jesús en la cena de despedida cuando les anticipó que les enviaría el Espíritu para que comprendieran todo lo que un no podían comprender.
El Enviado del Padre ha cumplido la misión, ha llevado a plenitud la salvación de Dios, no se ha guardado nada. El cuarto evangelio empezó con “al principio” en una clara referencia a un tiempo nuevo que se abre con la revelación del Enviado del Padre a este mundo. De pronto, la temática se vuelve la de un juicio, donde es puesto en entredicho el origen y la misión de Jesús. El tribunal ha sido levantado por quienes se resisten a creer que aquel maestro galileo pueda ser el Mesías, el Salvador del mundo. Pero los testigos se van sucediendo: Juan Bautista, Abraham, Moisés; las fiestas judías van siendo descritas como soporte simbólico de la acción salvífica de Dios en los signos ofrecidos por Jesús; y los discursos de Jesús van manifestando que ha llegado la hora en que el príncipe de este mundo sea echado fuera (Jn 12,31) y alcancen la salvación los que crean en el que ha sido exaltado en lo alto.
Como percibimos todo se encamina a un cumplimiento fiel al plan salvífico de Dios y por eso la última palabra de Cristo en el evangelio de Juan es ésta: “Todo está cumplido”. Es el momento de la entrega de su espíritu; de ese espíritu que ahora tendrá que entrar en el corazón de sus discípulos para irradiar el perdón de los pecados a todos los hombres que lo soliciten (Jn 20,22-23).
La fidelidad de Cristo es un ejemplo para todos nosotros. No es fácil perseverar en una vocación, no es fácil sostenerse en la esperanza cuando las situaciones que nos rodean nos acosan y nos cercan, pero es allí donde contemplamos al crucificado y nos estimula a confiar de que debemos aprender a superar lo adverso y llegar al momento decisivo de nuestra vida y repetir como nuestro Señor: “Todo lo he hecho bien, todo lo he llevado a plenitud”.
SÉPTIMA PALABRA
PADRE, EN TUS MANOS ENCOMIENDO MI ESPÍRITU (Lc 23,46)
Lucas nos da testimonio de las últimas palabras antes de exhalar el aliento. Jesús entrega todo a Dios Padre, pues su misión ha sido llevada hasta el punto límite. Jesús confía al Padre su espíritu, aquello que permite la vida humana desde la concepción religiosa del “aliento de vida” en el cuerpo que nos liga a esta tierra.
Entonces a partir de este momento, la muerte de Jesús se hace patente y se abre el más corto silencio de Dios, pero profundamente conmovedor. La fidelidad a su misión lo ha llevado a soportar tanta ignominia. Ser colgado de un madero obligaba al esfuerzo sobrehumano de respirar. El evangelista ha querido precisar que en la lucha agónica de Jesús él no renunció nunca a su Padre, y a él le entrega toda su vida en ese último aliento. Por el misterio de la redención hemos sido introducidos todos los hombres en este tránsito de la muerte a la vida.
Los signos escatológicos son el preludio del momento final del crucificado: tinieblas al mediodía; un sol oscurecido; pero se añade un acontecimiento muy simbólico: el velo del templo se rasga por la mitad. Aquel velo que servía para mantener distante la presencia de Dios en el Santo de los santos de los fieles que se situaban en los diversos patios de adoración, ya no separa más. Dios no está encerrado, no está lejos, se ha manifestado en su Hijo clavado en una cruz.
El grito de Jesús rompe la sombra tenebrosa que parece opacar el sacrificio de aquel maestro galileo que invocó el perdón a sus verdugos. Pero no es un grito desgarrador o dramático, es un grito de oblación y entrega a las manos del Padre. El efecto inmediato es la alabanza del oficial romano acerca del carácter justo del que ha sido crucificado cruelmente.
El dolor de perder a los nuestros nos toca y nos afecta, ya no están más físicamente, y eso nos confunde y angustia, pero desde la muerte de Cristo se abre una esperanza que nadie puede quitarnos desde la dimensión de la fe: la muerte no puede triunfar, no puede ser la última palabra. Tanto bien que hemos hecho, la aceptación de nuestra vocación en vida, el gozo de dar vida y de recibirla, la gratitud de los buenos amigos, el amor de la familia; ¿acaso todo eso se perderá en el sinsentido de exhalar el último aliento? No. Esta pasión debía terminar así, quizá no por la forma cómo se dio, pero sí por la decisiva entrega de la vida en medio de un rechazo a la aceptación del plan misterioso de Dios. Jesús te hiciste uno de nosotros, y tu último respiro fue para darlo a quien es tu Padre, y con ello, nos enseñaste a darlo todo por él. Dios mío, que el día de nuestra muerte podamos exclamar con tu Hijo: “A ti encomiendo mi espíritu”.
P. Mario Yépez Barrientos, CM
LAS SIETE PALABRAS DE JESUS EN LA CRUZ – P. Mario Yepez Barrientos CM El doloroso y apasionante tema de nuestra Redención, el Amor inmenso de Dios que no escatimó darnos a Su Hijo para que cargando Él con nuestras culpas de ayer y de hoy nos purificara y pudiesemos llegar al Cielo! No debemos esperar a los días de Semana Santa para recordar cuán pecadores somos, Aferrémonos a Jesús confiando que nuestro arrepentimiento sea sincero, si morimos con Él confiemos que resucitaremos también con Él y la Pascua la llevemos en nuestros corazones para siempre! Es un misterio maravilloso!
El P. Yepez lo ha expresado muy bien, Antaño cada palabra era dicha por un sacerdote distinto, era una oportunidad de llegar al alma de sus fieles característica de nuestros Misioneros Vicentinos,,,Todos son maravillosos! Adelante CM, Dios está con ustedes!!