Evangelio de las Bienaventuranzas o Sermón del Monte, estamos ante el pasaje más famoso de la literatura cristiana, sobre todo en la versión de Mateo, que es la del evangelio de hoy (Mt 5, 1-12a). La bienaventuranza, que quiere decir algo así como bendito y feliz, era una forma literaria común tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento (Sal 2,12; 33, 12; 40,5; Mt. 11,6; Lc 1,45, etc.). Se la aplicaba a quien el goce de un bien -confianza en el Señor, por ejemplo- , le acarreaba otro bien mucho más grande: el Reino de Dios, en el caso de las bienaventuranzas de Jesús.
Al llamarlas “sermón del monte” (Mt 5,1), Mateo está contraponiendo las Bienaventuranzas a los mandamientos que Moisés recibió en el Sinaí. Como Jesús es muy superior a Moisés, la Nueva Ley que proclama (las Bienaventuranzas) son muy superiores a las Tablas de la Ley (Ex 23,12). Es decir, que todo lo que las Tablas significaron en el Antiguo Testamento -señal de una Alianza, camino de perfección de un pueblo, compromiso ético-religioso, etc.-, es lo que significan y mucho más las Bienaventuranzas en el Nuevo Testamento: síntesis del espíritu del Reino de Dios, código ético religioso del Pueblo de la Nueva Alianza, garantía de santificación, etc.
Bajando al bache, los Diez Mandamientos son “el mínimo” que un cristiano tiene que cumplir. “Lo máximo” y lo nuevo que Jesús nos pide es que vivamos las Bienaventuranzas, que contienen el espíritu y el núcleo del cristianismo y de nuestro ser de cristianos. ¿Conocemos las Bienaventuranzas como se supone que conocemos los 10 Mandamiento de la Ley de Dios? ¿Nos esforzamos por vivirlas como, creo, nos esforzamos por cumplir los 10 Mandamientos? Si la respuesta es NO, significa que aún no hemos entrado en el Nuevo Testamento, no al menos en el terreno del discipulado. Significa que estamos anclados en el AT, que somos cristianos del AT (¡¡ !!), preocupados sólo por cumplir los Diez Mandamientos.
Las Bienaventuranzas tienen todas el mismo esquema, con tres elementos. Veamos el de la primera y más importante: Bienaventurados o felices – los pobres de espíritu -, porque de ellos es el Reino de los Cielos. 1. Jesús mira a sus discípulos, que le siguen, y no puede menos felicitarlos: por ser sus discípulos y por estar poniendo en Él toda su confianza. 2. Ser pobre de espíritu (anawim) es justamente vivir confiando plenamente en Dios, no en las cosas sino en Dios. Cualidad indispensable del seguidor de Jesucristo, que va mucho más allá del tener o no tener o del estar desasido de los bienes terrenos. 3. El Reino de Dios (=de los cielos), es ya de ellos, porque lo tienen en anticipo con su modo de vida, totalmente puesta en Dios.