Leer la Biblia requiere de un mínimo de criterio, pues para los creyentes no es solo un conjunto de libros como cualquier otra colección, confiamos que entre sus líneas proviene un mensaje de parte de Dios. Ahora bien, eso no significa que Dios la escribió directamente, ni que dictó a un secretario o reveló en sueños a un solo redactor. Estas ideas debemos desterrarlas de nuestra mente.
En primer lugar, vamos por lo obvio que no resulta ser tan obvio para muchos, estamos ante una colección de escritos (biblia = biblioteca), no es un solo libro. Por tanto, hay una diversidad de autores y que, en realidad, es difícil identificarlos pues son contados los libros que cuentan con el nombre de sus autores (Jesús ben Sirá en el caso del Eclesiástico; o un tal Juan en el Apocalipsis). Ninguno pensó que su escrito sería coleccionado al lado de otro.
En segundo lugar, en el mundo antiguo no existían los llamados hoy “derechos de autor”. No podemos pensar que había una producción literaria como la hay ahora, eran muy pocos los que podían escribir, puesto que era un patrimonio de pocos, y muchos apelaban a la pseudonimia (escritores que al concluir su obra ponían el nombre de otro como autor), para conceder autoridad a su escrito especialmente por los vínculos que se generaban en las comunidades en torno a una figura representativa. Hay que preocuparnos más por el mensaje que por los autores en realidad.
En tercer lugar, contamos con una riqueza variada de géneros literarios o estilos diferentes de comunicar un mensaje. Hoy los definimos mejor que antes, pues hablar de “mashal” o “proverbios” antiguamente encerraba toda la riqueza de literatura sapiencial que hoy conocemos de modo diversos: parábola, refrán, proverbio, sentencia, metáfora, alegoría, etc. Lo peculiar de cada libro lo puso, sin duda, el redactor contando con el hecho de que su auditorio o comunidad podía entender el mensaje que intentaba transmitir a través de ese estilo literario. El problema de muchos lectores de la Biblia es que identifican género literario con realidad fáctica y otros piensan que usar lenguaje simbólico es comunicar falsedades, y se echa a perder la propuesta original del redactor, quien, motivado por la fe, intentó plasmar el mensaje de Dios como mejor le pareció pensando en sus destinatarios. Así, por ejemplo, Israel quiso configurar su ley, pero pensó que era necesario no solo presentar leyes y normativas sino narrar su propia historia salvífica desde sus orígenes hasta su constitución como pueblo, y a todo eso le llamó Torá, la Ley. Aquí radica el problema del fundamentalismo: leer al pie de la letra los escritos de la Biblia, sacarlos de su contexto, y pensar que se escribió directamente para nuestros días sin atender a los géneros literarios. No se puede ni se debe leer los escritos de la Biblia de esta forma.
En cuarto lugar, lo escrito ha pasado por una serie de etapas hasta su redacción final: desde la consignación de un acontecimiento histórico, pasando por su interpretación desde la fe, su comunicación oral mediante una formulación básica,
el trabajo redaccional de recolección de tradiciones y la última puesta por escrito motivado por los cuestionamientos o circunstancias que vivían sus propias comunidades en el idioma original, que tiempo después tuvo que ser traducido en las diferentes lenguas hasta nuestros días. Por eso se habla de muchos autores. Ahora bien, la inspiración, ese don de Dios infundido en todos esos autores, que contribuyeron en todo ese proceso, ayuda a descubrir el mensaje que Dios ha dejado en esas páginas para el ser humano de todos los tiempos en orden a su vida de fe y su salvación. De allí, que el Espíritu Santo sigue ayudándonos a interpretar tales escritos porque Dios nos sigue hablando y tales escritos reflejan las grandes interrogantes del ser humano y su propia visión teológica de la historia.
Y, por último, la autoridad eclesial, en un determinado momento de la historia (aunque ya había listas desde el s. II d.C, los pronunciamientos más oficiales se fueron dando desde el s. IV-V d.C.), definió qué libros tenían un carácter sagrado, por su antigüedad, coherencia y aceptación en diferentes comunidades, descartando otros que exageraban en su piedad y ponían en cuestionamiento las primeras afirmaciones cristológicas o trinitarias o eclesiales. Es verdad, que leemos estos escritos desde la fe en Cristo Jesús, que le da unidad a la Escritura, pero también debemos saber que, no siempre tenemos las claves necesarias para interpretar convenientemente cada pasaje de la Biblia, pues somos generaciones muy posteriores con cosmovisiones distintas, y con problemas diferentes al pasado. Por tanto, mucha atención, en sí mismos, los libros no son sagrados, sino su origen y su mensaje. Por eso, decimos que es la Palabra de Dios, porque esta se halla consignada por escrito en aquellos libros, unida a la Tradición – con mayúscula – que es la Palabra de Dios transmitida oralmente.
¿Qué te parece todo eso?
P. Mario Yépez Barrientos, CM
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