JESÚS SE VA DEJÁNDONOS UNA TAREA

Mamá Teresa, muy querida por su familia y su barrio, está a punto de morirse. ¿Por qué fue muy querida? Entre otras cosas: porque supo ser fiel a su esposo, y en él a sus hijos, supo ganarse el corazón de sus propios vecinos y de su parroquia, ya que todos le decían, como en casa: “mamá Teresa”. Llegaba un pobre a casa y siempre había algo para comer; llegaba el jefe de trabajo de sus hijos, y los recibía igual que a los pobres, con una sonrisa; era “la catequista del barrio”, a todos los niños les enseñaba todas las verdades de la fe. Cuando estuvo en el lecho de muerte, no quiso que entren en su cuarto más que sus hijos y su esposo, cientos de personas estaban afuera de casa con una velita cantándole a la Virgen los cantos que la misma “mamá Teresa” les enseñó (“Ave, Ave, Ave María”, “ven con nosotros al caminar, Santamaría ven”, etc) por ella. Con el permiso de ella, sus hijos, grabaron un mensaje muy especial de ella para la gente que estaba afuera. El mensaje decía: “la única herencia que les dejo es esta: no se olviden de amar a Dios con toda su alma y servirle”. Cuando terminó ese corto mensaje, todos con lágrimas en los ojos, cantaron el canto que ella les enseñó de pequeños: “una madre no se cansa de esperar”, mientras ellos alzaban su velita prendida y con la otra mano con un pañuelo le decían le decían también: “adiós mamá Teresa, que te vaya bien en el cielo, mándale saludos a Dios de nuestra parte”, y a los pocos minutos ella murió. Su familia comentaba: “y cómo lo quería el pueblo”.

Hoy celebramos la Solemnidad de la Ascensión del Señor. Deberíamos pensar que nuestra gran meta es el cielo, hacia allá queremos ir. Qué herencia grande nos deja Jesús. Él nos prepara para el gran acontecimiento de Pentecostés: “Cuando el Espíritu Santo descienda sobre ustedes, recibirán fuerza PARA SER MIS TESTIGOS” (Hch.1,1-11). Esta fiesta no sólo nos debe hacer pensar en el cielo, también en la tierra, en el sentido de que estamos llamados por Dios a ser siempre testigos de su amor redentor en medio de este mundo. Una vez, en un congreso misionero del Perú, decían: “La Fe se fortalece dándola”. Hay un peligro que deberíamos todos evitar en nuestra vida de fe: de que nuestra fe sea “intimista”. Me interesa “sólo agradarle yo a Dios” y no me interesa que los demás estén al margen de Dios o que nunca se les haya anunciado la Salvación de Dios. Pero escuchemos la llamada de atención de los “hombres vestidos de blanco” que decían: “¿qué hacen ahí plantados mirando al cielo?” (1ra lectura).

San Pablo con justa razón habla que debemos comprender: “cuál es la esperanza a la que han sido llamados” (Ef.1,17-23). En nosotros está la bendición de Dios, la fuerza de Dios para anunciar sin temor a Jesús. Debemos comprender, dirá San Pablo “cuál es la extraordinaria grandeza de su poder para con nosotros”. Para anunciar a Jesús, de palabra y obra, no se necesita alguna cualidad especial; sólo apertura a Dios, docilidad al Espíritu, comunión con la Iglesia, celo misionero por la salvación de las almas, mucha fe.

Cuánto se renovará la misión en la Iglesia: cuando haya más apertura al Espíritu de Dios en nuestras vidas, para “ser testigos” (cf.Hch.1,8). Con esa intención, y antes de subir a los cielos, Jesús toma la firme decisión de asegurar su proyecto salvador: “Vayan por todo el mundo y hagan discípulos a todas las naciones” (Mt.28,16-20). Jesús nos pide una misión: “hagan discípulos”, es una exigencia, un mandato, no es un si puedes, y ese mandato se debe obedecer. ¿Me excuso de anunciar a Jesús? ¿Soy un obstáculo para que otros lo anuncien?

La Iglesia no sólo tiene como meta “subir al cielo”, también enseñar “cómo se sube al cielo”. Jesús, entonces, sube al cielo, pero “deja la tierra”. Subir al cielo implica que cada uno pueda poner su vida en manos de Dios, dejar las cosas de la tierra para revestirse de lo “alto”, o sea, revestirse del Espíritu. No nos dejemos atrapar por las cosas de la tierra, porque “seríamos esclavos de los deseos de la carne” (cf.Gal.5, 16-26).

En esta tarea de subir al cielo, de anunciar su amor a otros, no estamos solos. Jesús termina, en este evangelio con una promesa que todo misionero no debe olvidar: “sepan que yo estoy con ustedes TODOS LOS DÍAS hasta el final de la historia” (Mt.28,20). Al cielo queremos llegar, esa es nuestra meta. Pero Jesús se va al cielo, dejándonos una gran y permanente tarea: hacer discípulos, dar a conocer su amor a todos. Recuerda a “Mamá Teresa”, aceptó el reto de dar a conocer a Jesús y de irse al cielo, pero agradó a Jesús en la tierra. ¿Aceptas ese reto?

Con mi bendición.

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